Madrid
Julio, 2017
Las pesadillas siempre acababan igual. Ellos morían sin remisión y toda la escena transmitía el vacío más doloroso que había experimentado en toda su vida.
Los sueños se parecían mucho unos a otros, como extrañas copias sin sentido, pero todos tenían algo que los hacía diferentes. Sus rostros, los de esas dos personas que morían sin remisión, era diferentes muchas veces, pero, a la vez, de algún modo, eran siempre los mismos. La misma pareja, distintos rostros, distinto entorno. Misma desolación interior por su vida segada sin sentido.
Miguel tenía esos sueños desde hacía años. Recordaba que empezaron en su viaje por Europa, tiempo atrás, cuando era apenas un muchacho. Nunca se había preguntado el porqué, ni si encerraban un significado oculto que él debiera conocer. Desde el principio los dio por hecho, los hizo suyos, y nunca lo había compartido con nadie.
No soñaba todas las noches. A veces, pasaban largas temporadas sin que aquella angustia lo despertara. Otras, sin embargo, se perpetuaban noche tras noche, rayando en la obsesión y la desesperación.
Aquella noche soñó con ellos. Soñó de nuevo con la pareja de amantes muertos y, cuando se despertó sobresaltado, fue incapaz de volver a conciliar el sueño. Se levantó de su cama y se acercó a la cocina, donde bebió con avidez un vaso de aguar fría en un intento desesperado por calmar el latido frenético de su corazón. Se convenció, poco a poco, de que no pasaba nada, que solo era un sueño y que no era real. El protocolo de siempre, las mismas cuatro cosas para lograr calmarse y recuperar el calor de su cuerpo helado.
Se lamentó de que, precisamente esa noche, fuera una de esas en las que los amantes muertos no le dejaran dormir. Necesitaba estar descansado para empezar el día siguiente lo mejor posible. Iba a ser su primer día en el trabajo nuevo y no podía permitirse ni un solo fallo.
Acababa de cumplir treinta años e iba a ejercer por primera vez como abogado. No como abogado, como ayudante o pasante. No, era su primera oportunidad real de probarse a sí mismo y a los demás que aquello se le daba bien y era capaz de ganarse la vida con ello.
Había sido contratado, milagrosamente, entre una multitud de candidatos por un importante bufete de la capital. Parecía no importar su nula experiencia como letrado, todos los que le entrevistaron parecieron pasar por alto que nunca había llevado un caso el solo o que carecía de recorrido en juzgados y sentencias. Salvo alguna pasantía y las prácticas del máster, Miguel se había pasado los últimos seis años divirtiéndose, si es que esa era la forma de definir el no hacer nada y vivir del dinero de su padre. Salía por las noches, viajaba, bebía, jugaba y disfrutaba de una vida disipada en la que se sentía realmente cómodo.
Al menos hasta que una mañana se había despertado sintiendo que quería algo más. Un vacío denso, que le pesaba como una piedra en el estómago, le ayudó a comprender que esa vida malgastada no servía de nada y que más le valía replantearse todo cuanto conocía hasta ese momento. Para asombro de ambos, se presentó delante de su padre, le agradeció que nunca le hiciera preguntas sobre esa clase de existencia banal y caótica, y le prohibió que volviera a sufragarle las juergas.
Era hora de buscarse la vida por uno mismo. Era una de tener un trabajo de verdad.
Sospechaba que su padre había tenido algo que ver con la consecución de su nuevo puesto de trabajo. Las cosas no podían ser tan fáciles en el mundo real. Le costaba reconocer que, quizá sin su ayuda, no hubiera podido aspirar a nada de ese nivel, pero no quería fastidiarla y renunciar al puesto solo por el orgullo que le suponía el que su padre le hubiera comprado ese trabajo. Desde que le dijeron que el puesto era suyo se había hecho la solemne promesa de demostrarles a todos que él era capaz de ser bueno haciendo su trabajo.
Aquel día amaneció totalmente despejado y la previsión meteorológica anunciaba que sobrepasarían los treinta grados con facilidad. Era comienzos de julio, esa época del año que la gente elige para desconectar y largarse de Madrid, no para iniciar un proyecto laboral aterrador y lleno de retos por delante.
Miguel admitía con cada paso que le acercaba a su nuevo destino que estaba muerto de miedo. Tenía miedo de no estar a la altura, de demostrar que el puesto se lo habían regalado con una picia monumental, resbalando a lo grande nada más comenzar. Ya hacía seis años desde que acabara la carrera, más de cinco desde que acabó las prácticas del máster, esas que ni siquiera se tomó en serio y que ahora eran un recuerdo ahogado en las resacas con las que aparecía en el despacho donde las hacía día sí y día también. El único despacho con el que estaba familiarizado era con el de su padre, al que visitaba allí con frecuencia para pedirle más pasta o él le invitaba a comer para saber si, por fin, tenía intenciones de sentar la cabeza.