Candace Von Valler era la materialización de una divinidad en la tierra. O eso era de lo que su entorno la había convencido.
A sus veinticuatro años era la definición de perfección; descendiente de aristócratas franceses y alemanes, cabellos rubios arena, irises de un profundo color celeste y una piel lozana envidiable. Con una personalidad altruista y hereda universal de la bancaria “Von Valler” que operaba a nivel mundial. Candace creía que era el mejor ejemplo de cómo una reina debía ser y lucir.
Una única sombra enturbiaba aquel lienzo de idealismo y era que Candace cumpliría veinticinco años y aún estaba presa en las garras de la soltería. Y no por que le faltasen pretendientes, que de hecho tenia de sobra y variados. Sino porque su único interés romántico era el mismo hombre que le daba menos importancia que a una odiosa mosca mierdera; Nicholas Baron.
El monstruo de los negocios, como su Daddy lo llamaba, se adjudicaba el título de ser su “crush” desde que ella había entendido sobre atracción y el interés en el sexo masculino. Tres años mayor que ella, en su adolescencia fue todo lo que pudo soñar; un excelente jugador de polo, miembro activo del grupo de debate e incluso después de graduarse continúo siendo principal benefactor del grupo de ayuda a los enfermos de cáncer que la escuela de elite tenía.
Ella pensó que el almuerzo de hoy con su futuro suegro daría resultados fructíferos, ya que siempre creyó que el joven magnate no caía a sus pies por la falta de oportunidades de conocerse personalmente. Por ningún motivo Candace quería entender que quizá a él simplemente podía no atraerle. En su cabeza, la selección natural estaba dada como los polos de un imán para ellos dos, inevitable.
Perfectos el uno para el otro.
Eso pensaba mientras se miraba en el gran espejo que su cambiador tenía. Su perfecto maquillaje estropeado a causa de las lagrimas de rabia que el idiota ese le había hecho derramar. Su cuidadísimo outfit hecho un infierno al haberse enfadado con la elección anodinia que había hecho ese día.
¿Cómo quería que Nicholas se fijara en ella si se había vestido como una mojigata?
Arrancó con rabia el blazer tipo haute Couture* que cubría el vestido blanco hecho a medida. Pateó con fuerza las sandalias tan simples con las que había acompañado ese look. Idiota, Nicholas lo que necesitaba era una mujer despampanante, no la reencarnación de un maldito ángel.
—¿Qué es todo este desastre? —preguntó su amiga Catalina al entrar a su habitación. Una de sus empleadas había hecho una llamada de urgencia el ver la crisis de la señorita de la casa. —¿Candy? ¿Estás bien?
Un grito furioso le indicó donde se encontraba la dueña de casa.
—¡Tu consejo no sirvió! —dijo la rubia mirándola con rabia. Catalina le había recomendado vestirse con sobriedad para verse con Nicholas. —Apenas y volteo a mirarme. ¿Te preguntarás por qué me miró? Para pelear con su padre y tratarme como una sucia dama de compañía. Ni siquiera al oír mi apellido se inmutó. ¡Ese hombre es inmune a cualquiera de mis encantos!
Continuó con su escena y llorando de la rabia. Candace había esperado muchos años para que se le diera una oportunidad como esa. En las innumerables fiestas a las que asistía con la cremé de la alta la sociedad, nunca lo había visto allí y ya estaba cansada de volver a casa desilusionada.
—Te dije que no era un tipo fácil —Catalina se acercó a limpiar el bello rostro de muñeca de su amiga. —Candy, no estas siendo objetiva respecto a este primer encuentro.
—¿A que te refieres? ¿Debo agradecer que no me mirara?
—Eso es bueno, ¿no lo ves? —comenzó a limpiar con un algodón los manchones en su maquillaje. —Si sigues firme al pie del cañón y lo consigues, podrás respirar tranquila al saber que Nicholas no caerá fácilmente en los brazos de la primer mujer que le muestre un escote. Mírate, si no volteo a ver a una Diosa, ¿Crees que exista alguna mujer que pudiese superarte?
Candace se vio complacida por esa observación que ella, por obvias razones no había notado. Catalina tenía razón, ella no debía caer en el dramatismo. Nicholas sería un hueso duro de roer, pero estaba preparada para enfrentar lo que fuese con tal de conseguirlo.
Y esta vez sí, nada ni nadie se interpondría en su camino.
***
Dolores ingresó contenta al pequeño establecimiento que tenía Alicia a unas pocas calles del centro de la ciudad. La mañana había sido atareada y no había podido desocuparse hasta pasadas las tres de la tarde. Junto a Mirna, la traductora, habían almorzado un par de sándwiches nada más. A pesar de la desgastante tarea, ella se sentía orgullosa ya que ambas habían podido coordinar y arreglar el itinerario, incluida su traducción, para los extranjeros que llegarían en un par de días.
Sus mejillas aún conservaban la estela del sonrojo que su esposo había provocado. Él no había escatimado en halagos para con ella al presentarla con el equipo de coordinadores de los futuros socios cataríes.
—¿Y este milagro? — comentó su amiga risueña. Alicia barría los cabellos que le habían quedado de su ultimo turno. Ella era estilista y se dedicaba en cuerpo y alma a los tintes y peinados. — Te toca retoque en un par de días, ¿o vienes a hacerme compañía pudiendo estar acaramelada en la mansión de tu esposito?
—¡Alicia! —Dolores se sonrojó de nuevo. En un recóndito lugar de su cabeza hubiese deseado hacer eso, pero Nicholas no se veía de muy buen humor después de llegar del almuerzo. Apenas y habían cruzado un par de palabras, y solo para entregarle un pequeño obsequio. Dolores sonrió y calló esa parte. Era mejor concentrarse en las cosas positivas de su vida. — Necesito que me ayudes con un extreme make over.
—¡Vaya, vaya, vaya! ¿Y a qué se debe el honor?
La emoción bullía en su interior al recordar como él le había pedido que no escatimara en gastos para verse bella, “no que lo necesitase” le había dicho, pero una ayudita siempre venía bien. Si iba a dar la impresión de la esposa del dueño de Baron Industries, debía estar a la altura.
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Editado: 31.05.2020