• I V Y •
Y así, sin darme cuenta, ya mi nueva realidad me había sorprendido.
La cena en la academia consistía en un caldo de verduras y carne. Un poco insípido en mi opinión, pero pasable. Aunque claro, era más entretenido enfocarse en el caldo que las conversaciones de Lucas y Circe.
Cuando las cosas se oficializaran, serían una pareja que provocaría mucha pena ajena la verdad.
Acabada la cena, nos decidimos por ir al dormitorio, separándonos de Lucas ya que también se dirigía al suyo.
—¿Te sobra espacio en el armario? —preguntaba Circe.
Desde que habíamos llegado, ella no paraba de ordenar y acomodar su gran pila de ropa.
—Si, me sobra —le señalé algunos cajones donde podía poner sus cosas. — ¿Si sabes que la mayor parte del tiempo tendremos un uniforme?
—Si, lo se — respondió entrando el resto de la ropa doblada en los cajones.
Lucía imperturbable a ese dato.
Si a ella no le importaba cargar con tanta ropa que no usaría, mucho menos tendría que preocuparme yo, pensé.
—Por fin acabé — anunció mientras se dirigía a su cama. — ¿te importaría si apago las luces?
—Yo lo hago.
Cuando apagué las velas con mi magia, me encontré inquieta. Mi mente estaba en muchos lugares a la vez y no podía controlarlo.
Por un segundo envidié a la pacifica bruja que descansaba a tan solo unos pasos de mí.
Con cuidado de despertar a Circe, decidí que lo mejor sería salir a tomar aire fresco. Tomando el primer abrigo que encontré a mano y lo posé sobre mis hombros sin un plan en específico.
Camine por los pasillos de los dormitorios, y las escaleras del fondo llamaron mi atención, se me antojó saber que habría hasta arriba del todo. Así que subí tres niveles y me recibió la noche misma que abrazaba la azotea de la Academia.
La azotea era al igual que la Academia, una basta extensión de ladrillos de color claro, cuyos bordes eran delimitados por un barandal compuesto por complejas ramificaciones de metal plateado que simulaban flores.
Juré que incluso olía a flores.
No.
Definitivamente habían flores cerca.
Siguiendo el potente aroma, seguí caminando por la azotea y descubrí la presencia de una pintoresca pintura de cristal que exhibía plantaciones en su interior. Era un invernadero.
Hice una nota mental de traer a Lucas cuando tuviera la oportunidad, el amaría el lugar.
Frente al invernadero, vi que se podía apreciar en todo su esplendor el río que atravesamos hoy, para llegar al islote. Las luces provenientes de la academia se reflejaban en él y lo volvían aun más perfecto en la noche.
Encantada con la escena me acerqué al barandal, me senté sobre él por pura inercia. Miré al cielo y conté las estrellas, se me antojaron más bellas que nunca.
Así que en medio de la noche, con la cabeza mirando hacia el cielo y los pies colgando en el peligroso borde, dejé que mis lagrimas se liberaran.
Odiaba tener que cambiar mi vida gracias a decisiones que tomaron otros hace ya mucho tiempo, odiaba estar lejos de tía Arlen, odiaba no poder dormir por las noches y mucho más odiaba no tener control de nada.
Este día en específico, era el solsticio de verano. Un día que nunca fallaba en recordarme la peor lección que había aprendido: aunque hayas perdido todo, la vida sigue.
La brisa nocturna tocó mis lagrimas, las enfrió y por un momento me propuse no pensar en nada cerrando los ojos.
—Las brujas no vuelan — señaló alguien a mis espaldas.
Me atraparon.
Antes de voltearme enjuagué cualquier rastro de lagrimas, miré al cielo y maldije.
—Sólo lo digo por si intentabas algo como lanzarte desde aquí para probar una teoría — Volvió hablar el desconocido.
Pues bien podría lanzarme y no sería asunto suyo, pensé decirle.
Giré hacia él y me encontré con que era un brujo de cabellos negros y piel clara que tras sus delgados anteojos, cargaba los ojos más azules que había visto en mi vida. En una de sus manos, posaba un libro que me resultó conocido.
—¿Hace cuanto estás ahí? — lo ataqué.
Arqueó una de sus cejas gruesas. Si me consideraba una insolente por haber usado ese tono con él, no podría importarme menos. Después de todo, en Pineville ya pensaban cosas peores de mí.
—Alrededor de una hora. Pero no te espiaba si es lo que te preguntas, tan poco es que seas la gran cosa. — Se acomodó los anteojos y entrando al invernadero se sentó en una especie de silla.
La cantidad de plantas que habían dificultaba mi visión, y no sé si fueron las ganas de no quedarme callada pero se me ocurrió seguirlo dentro.
—Oye, conozco los de tú tipo — le recriminé. — Tratas de hacerte el interesante para llamar mi atención, pero no funcionará. Así que sería mejor que aceptes el hecho de que me estabas siguiendo y deja de pasar pena.
Su nariz se arrugó.
—¿Quién te crees que eres?
—Pues nadie más que Ivy Bren, mucho gusto — le extendí la mano y no la aceptó, aun así decidí tomar suya de todas formas. —No te culpo, yo también lo haría si estuviera en tu posición.
Tomé el asiento libre a su lado sin pedir permiso. Sus azules ojos me estudiaban como si fuera un ser extraño, yo le dediqué una sonrisa en la que mostraba todos mis dientes. Estaba consciente de que estaba comportándome como una autentica pesada, pero eso funcionó porque logré sacar de su mente el hecho de que yo estaba en el borde de la azotea llorando sin tener que recurrir a ciertas herramientas que no quería utilizar.
Sin decir una palabra, el brujo abrió su libro e hizo como si yo no estuviera allí. Lejos de ofenderme, me concentré en la portada de ese libro.
—¿Por qué lees alquimia avanzada si aun no hemos empezado clases? — observé.
— Digamos que me gusta estar preparado —contestó sin despegar la mirada de las hojas.