En un solo día

“Siempre hay una canción de aviso, siempre hay una voz de alerta, el tiro al aire que intenta avisar que algo viene, aunque no sea fácil saber para quien lo oye qué es exactamente lo que se avecina”

De Balas Perdidas, Morat.

Ni siquiera después de seis tragos hubiéramos liberado tanta adrenalina hablando como en aquél momento. El puntapié había sido Morat, sin dudas. Pero extrañamente, aunque hubiéramos creído que toda una noche era posible hablar de aquellos, nuestra charla rozó de un extremo los límites de lo absurdo para volver del otro lado a tocar lo serio y dispararse hasta lo más cliché. Y desde entonces ni seis, ni diez, ni veinticuatro, ni cuarenta y ocho horas fueron suficientes para escucharnos.

Miré mi teléfono. Ese día se hizo espacio para miles de mensajes que durante dos años nunca dejaron de llegar ni un solo día. Pero que entonces, para cuando estaba bajo la mira de un par de pupilas marchitas, no cargaba ni uno solo de los recuerdos, pues en un impulso del dolor me había deshecho de todo el historial. Y siendo así, pensé que tampoco me serviría conservar un contacto silencioso, ya no tenía sentido tentar a la costumbre para forzar viejas charlas y calar más la herida. Extrañaba (y aunque suene loco que después de solo unos cuantos días lo haya echado tanto de menos) demasiado la campanita de la notificación sonando con su nombre. Escucharla únicamente cambiaba todo dentro de mí, mucho más cuando leía sus pequeños secretos. Y había bastado tanto aquél día para acostumbrarme a su voz y a su risa y a un sinfín de cosas, que llegando la noche sin colgarme en el teléfono por horas simplemente me sentí vacía.

“Tal parece que yo me acostumbré a ti en un solo día, que te ando extrañando como si hace años que te conocía” —escuché de fondo. Por primera vez, la canción más significativa de nuestra historia, se escuchaba con dejos de tristeza. Y no, nada tenía que ver con los finales, o bueno, quizá sí, pero era la voz de alerta que anunciaba la peor de las balas, porque definitivamente el sentimiento vencía absolutamente todas las reglas, aunque lo hubiéramos rotulado como caducado.