—Se hace tarde —dice mi madre entrando al comedor donde estoy desayunando.
—Ya voy —respondo sin ganas, tenemos que ir a misa como cada domingo.
—Y sé que puedes fingir una sonrisa —responde, ella sabe que no soy fan de la iglesia, pero tiene que inculcarlo a toda cosa. Con el paso he querido ir lejos de este pueblo y su religión.
Mientras busco mi chaqueta de mezclilla que combina perfectamente con mi vestido blanco, pienso en Valentín.
—Vamos cariño —dice mi abuelo bajando las escaleras con las llaves de la camioneta.
En la parte trasera bajo la ventanilla y recibo el aire de medio día, siento que puedo respirar. Cuando nos estacionamos veo a Valentín entrando a la iglesia y sonrío sin pensarlo.
—Qué bueno que viniste ¿verdad? —dice mi madre mientras bajamos de la camioneta camino a la entrada.
Ella sabe de mi enamoramiento fugaz, me asegura que haremos una bonita pareja y que le gusto.
Apunto de entrar a la iglesia siento una energía pesada a mi izquierda, algo me llama, volteo y lo miro, él me mira, recargado en su moto, fumando, sin luz en sus ojos.
Entro desconcertada su energía es pesada.
—Hija ¿estás bien?
—Si —no sé en que momento me quede pasmada en mi lugar.
Seguimos a mi abuelo y nos sentamos en una banca de en medio.
Yo sigo intranquila y miro a todas partes sin sentido hasta que la mirada de Valentín se intercepta con la mía y sonríe, eso me hace regresar a la realidad y sonrío, miro hacia el frente la misa comienza.
Al terminar mi madre y abuelo hablan con algunos vecinos sobre cosas que no me interesan así que busco a Clara mi mejor amiga, veo a su familia salir rápido, suelto un bufido y busco a Valentín con la vista, por una fracción de segundo discuto conmigo misma si debería ir a hablarle hasta que lo veo con Priscilla, la más bonita, perfecta y suprema mujer de aquí.
Enojada voy a la parte trasera de la iglesia y salgo al patio.
Pateo piedras mientras maldigo un poco.
—Una niña como tú no debería maldecir.
—¡Mierda! —grito.
—Bueno al parecer no te importa —dice con una ligera sonrisa.
—Lo siento, pensé que estaba sola— digo al percatarme que es él.
Ojos azules, rubio, chaquetas de cuero, el prototipo de chico de revista o de televisión, Valentín es más alto por una o dos cabezas. Su aura es pesada, carga consigo energía mala.
—¿La misa terminó? —pregunta mientras arroja su cigarro al suelo al tiempo que se levanta de los escalones que conducen la entrada trasera de la iglesia, pisa el cigarro para pagarlo.
—Si — me intimida, su presencia lo hace, cuando ni siquiera es alto, me lleva algunos centímetros.
—Bueno, gracias —se da la vuelta, no entra a la iglesia, sino va hacia la pequeña puerta del patio que lleva al frente.
—¿Qué no entraste? —pregunto, sin pensarlo, ni siquiera me importa que estoy diciendo, solo quiero decir algo.
Se detiene y voltea.
—No —dice a secas, al ver la interrogación en mis ojos agrega— no soy religioso.
—Yo tampoco, lo hago por compromiso —digo, de nuevo sin pensarlo, ay tonta.
Sonríe de lado.
—Moshé —se presenta.
—Ada —respondo.
—Suena encantador —sonríe más.
Esa fue mi primera conversación con el forastero, la primera vez que escuché su nombre y la primera vez que sentí una atracción tan intensa que no quería dejarlo ir.
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ZERIMAR ANELEH