—Comprenderá usted, señorita Adele, que no puede entrar al castillo vestida...de esa forma.
Adele y Erick aún se encontraban en las afueras del pueblo. Erick había accedido a darle techo, después de todo, no podía darse el lucho de rechazar ayuda. Y aunque jamás lo admitiría en voz alta, la señorita Adele era buena en lo que hacía, muy a pesar de sus creencias y cultura.
—¿Cómo estoy vestida, milord?
—Sabe a lo que me refiero. Las cosas están muy tensas aquí. Imagínese la cantidad de rumores que se harán si usted entra a mi castillo vistiendo así. Todos sabrán que es—
—No tengo problema con que sepan que soy una gitana, milord. De ser así, hace mucho hubiese dejado de vestir así. Estoy es lo que soy. Me gusta y no me avergüenzo de ello.
— Debe adaptarse al lugar en el que está si realmente quiere ser de ayuda ¿Puede imaginarse la reacción de estas personas si me vieran usando mi Kilt tradicional?
Adele rio—. A mí me gustaría verlo con su Kilt tradicional—dijo, sin borrar su sonrisa. Erick alzó sus cejas, incrédulo por lo que acababa de escuchar. Era evidente que no era una dama de sociedad, de ser así, jamás hubiese dicho eso con tanta soltura—. Entiendo a lo que se refiere, pero la única manera de normalizar las diferencias culturales, es dejar de ocultarse ante el resto de las otras.
—Usted no está aquí para cambiar perspectiva sino para curar. Debe entender que las personas no se dejarán sanar por una gitana testaruda y tampoco me tendrán la suficiente confianza si usted entra a sus anchas de esta forma—la señaló arriba hacia abajo—. Si en verdad quiere ayudar y no ser un estorbo, colaborará conmigo.
Adele guardó silencio. Había pasado una gran parte de su vida estudiando sus raíces y enorgulleciéndose de ellas. Se había prometido jamás avergonzarse y siempre pregonar de dónde venía. Sin embargo, la situación era diferente y complicada. Negarse podría ser un camino directo a un desenlace terrible que no quería jamás afrontar. Le sonrió y asintió.
—Colaboraré con usted. Pero me temo que no tengo más ropa que esta.
—Me encargaré de eso en cuanto antes. Mi hombre de confianza la llevará a su casa mientras arreglo...las cosas—la observó imperturbable, Adele podría jurar que también fastidiado—. George, ya escuchaste, llévala al local de tu padre.
—Pero señor—
—La señorita Adele es de confianza y tu padre es el único hombre que conozco en estas tierras que puede recibirla sin... prejuicios.
George miró a la mujer, despectivo. Todos los gitanos eran unas plagas, no confiaba ni un poco en ellos y esa mujer no era la excepción. Se montó en su caballo, sin ánimos de invitarla a subir. Erick lo miró con reproche, no estaba de ánimos para inconvenientes.
—Puedo ir a pie, descuide—dijo Adele, sabiendo que el hombre no tenía intenciones de querer llevarla. Erick asintió, sin darle mucha importancia al asunto y se fue.
Era ridículo. De no ser por la carta de Úrsula, jamás se hubiese atrevido a invitarla al castillo. No le guardaba la suficiente estima, podía ser amiga de Úrsula, pero no lo era de él.
Adele caminó al lado del caballo de George, él iba a su mismo ritmo, fastidiado. Simulaba que la mujer no iba con él y la ignoraba garrafalmente. No quería que lo relacionaran con ella. Adele entendía sus actitudes. Para no incomodarlo o incordiarlo, se mantuvo en silencio.
—Espere aquí, necesito conversar con padre primero—dijo él, bajando del caballo e ingresando al local, que no era más que un pequeño consultorio médico.
Adele miró todo a su alrededor. Estaban al sur de Inglaterra así que el pueblo era rural y con paisajes silvestres. En su momento, se respiraba el aire puro, pero con aquella epidemia, Adele sólo podía sentir un ambiente pesado. Nadie le prestaba tanta atención, tenían demasiados problemas a su espalda como para detenerse a juzgar a una gitana. Además, a la mayoría le parecía muy colorida y fresca, generalmente, eran los jóvenes los que tenían ese pensamiento. Los chicos pensando que era muy hermosa y las chicas deseaban muy internamente ser como ella. Lucía libre, sin atadura alguna, y aquella libertad se sentía y era envidiada por aquellas que sólo podían limitarse a aquel pueblo. Adele sentía todo aquello, esa era la desventaja de su don; sentir todas esas energías negativas que terminaban afligiéndola. Tuvieron que pasar muchos años para que ninguna emoción oscura le afectara y la absorbiera.
Un hombre de cabello canoso y gestos amigables y suaves salió del local, detrás de él estaba George, con el mismo rostro hostil. El anciano doctor abrió sus ojos y sonrió emocionado.
—¡Señorita! —el hombre bajó los escalones con una energía apoco característica en los hombres de su edad— ¡Creí que jamás la volvería a ver! —su hijo lo miró confundido, conmocionado por la familiaridad con que su padre trataba a la gitana.
—¡Doctor Weston! Le dije que en algún momento nos volveríamos a ver. Las almas afines no pueden tener solo encuentros fugaces—aquellas palabras fueron la forma de saludo de la gitana. El hombre tomó sus manos y las palmeó, con una mirada llena de brillo y nostalgia.
—Realmente me alegro de volver a verla. Quedé con muchas preguntas aquella vez.
—¿Conoce usted a esta mujer, padre? —interrogó el hombre, con el ceño fruncido.
—¡Oh, sí! La señorita Adele vino una vez a mi consultorio a venderme remedios naturales, nuestra conversación fue muy entretenida y educativa. Me atrevo a decir que aprendí más cosas de esta jovencita que de la escuela de medicina.
—No menosprecie sus conocimientos, doctor Weston, créame que van muy por delante de los míos, y eso sin sumarle su experiencia. ¡Pero venga, que estoy muy emocionada de volverlo a ver! —Adele lo abrazó, escandalizando a George y a todo el que pasaba. El hombre se carcajeó y recibió su abrazo.
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Editado: 02.11.2020