La cordialidad fue la nota predominante durante todo el encuentro. Las familias hablaban relajadas, Akhen y Ruth intercambiaban confidencias y risas y el ambiente parecía distendido, jovial incluso. Si continuaba así, probablemente Marquath no pasase a engrosar la lista de los pretendientes huidizos de la hija de Júpiter. Estaba contento por ello.
Aunque nunca todo es como uno espera, pues el cuñado de Ruth, el tal Gregor, acababa de hacer un comentario de lo menos educado y se lo había hecho justo a él, como si lo conociera o tuviera el derecho a decirle cómo actuar. Por un segundo no supo qué contestar, ¿no se suponía que aquella cena iba a ser un trampolín para concertar un matrimonio? ¿A santo de qué le advertía aquel tipo, bebido a todas luces, sobre Ruth?
Aún con la sorpresa pintada en el rostro, el Hijo de Mercurio oyó como la aludida, a su lado, se levantaba de la mesa, se disculpaba con una pobre excusa y se marchaba. No lo pensó mucho. Se limpió la boca con la servilleta, que dejó sobre la mesa, y se puso de pie.
–Akhen –llamó su padre, preocupado.
Pero él lo ignoró y se volvió hacia su futura familia política.
–Si me perdonan, hay algo que debo hacer.
Si llegaron a disculparlo o no por la falta de educación que acababa de cometer, se desentendió completamente y encaró el pasillo, siguiendo los pasos de Ruth; que, aunque era rápida, tenía una zancada mucho más corta que la suya. La muchacha no le hizo ningún caso cuando corrió hacia un destino que parecía tener claro: el acantilado.
Por un momento, el joven tuvo un mal presentimiento, pero este se diluyó cuando vio a la chica completamente quieta allí, acurrucada sobre sí misma. Akhen suspiró, preguntándose qué debía hacer cuando acababa de conocerla esa misma noche. La respuesta le llegó a través de la mente de la rubia Ruth: «Admítelo, Ruth. Eres un maldito fracaso».
Akhen colocó un pie detrás de otro y llegó a su altura. Esta vez no dudó y dejó caer su mano sobre el hombro de la chica.
–Ruth –la llamó con dulzura y tuvo que obligarla a levantar el rostro, claramente congestionado con las lágrimas– no llores –y limpió su rostro con los dedos, delicadamente, a pesar de todo estaba igual de preciosa cuando lloraba–. Gregor es un idiota –aunque uno con mucha labia, como él mismo podría comprobar más adelante– y tú no eres ningún fracaso –antes de que ella pudiera quejarse de que hubiera entrado en su mente la rodeó con los brazos y la apretó contra su pecho, «¿qué demonios estoy haciendo?»–. Todo va a salir bien, no te preocupes.
* * *
Cuando la abrazó, Ruth se sintió rara por un instante, antes de que sus lágrimas se redoblaran sin que pudiese evitarlo. Al cabo de un rato, sin embargo, consiguió hacer un esfuerzo sobrehumano para reponerse y se incorporó ligeramente; esta vez, sin soltarse del todo de su abrazo. Sorprendida, se dio cuenta de que era tan agradable que no lo hubiese abandonado por nada del mundo. Lentamente, volvió la cabeza hacia él.
–Si no fuese por tu tu túnica, juraría que eres un Hijo de Venus –bromeó, aunque pretendía ser un halago–. Gracias.
Acto seguido volvió la vista de nuevo hacia el mar, con la sombra del recuerdo de la cena revoloteando sobre su alma como un cuervo de mal agüero. Sus siguientes pensamientos fluyeron en su mente casi sin que lo pretendiese y, por primera vez, no le importó que Akhen los oyera. Después de lo que acababa de hacer, se negaba a pensar que fuese igual que los demás.
«Y sí, tienes razón. Gregor es un idiota. Pero un idiota de una familia bien relacionada con mis padres desde hace años, que ha conseguido emparentar con mi hermana y que, cuando ellos ya no estén, heredará la mitad de esta fortaleza y su poder».
Derrotada, la joven enterró la cara entre las manos, aunque no volvió a derramar una lágrima. Después, se giró hacia Akhen y murmuró con total seguridad en sí misma:
–Francamente, no quiero estar aquí para verlo.
Y mientras sus miradas se cruzaban, sintió el deseo de besarlo con más fuerza que nunca. Pero, por segunda vez en cinco minutos... No le importó lo más mínimo que pudiese saberlo.
* * *
Un beso, un beso, un beso. No había razón para que aquello significase nada, a fin de cuentas un intercambio de saliva tenía el simbolismo que uno le diese. Pero si la intención del Hijo de Mercurio era casarse con aquella chica, un beso lo significaría todo y, ¿estaba dispuesto a ello, estaba preparado? La tenía entre sus brazos, en teoría era lo que deseaba, pero no paraba de dudar. En parte por lo que supondría besarla y también por la imagen que daría si acababa haciendo lo que ella quería. «Me estaría aprovechando de un momento vulnerable», se censuró.
Apretó las manos en sus hombros, podía entender perfectamente sus últimos pensamientos y palabras. A veces en el mundo de los brujos debían hacer concesiones protocolarias y en algunos casos estos llegaban a ser una auténtica tortura; como que aquel borracho fuera el cuñado de Ruth, por ejemplo. Debía ser duro para ella saber que en cuanto sus padres faltasen heredaría, como ella misma le había transmitido a través de sus pensamientos, la mitad de Ávalon. Por eso quería marcharse, porque todo iba a cambiar.
Sus manos siguieron ancladas en los suaves hombros de la Hija de Júpiter.