◣La Harpía◢
Estaba convencido de lograrlo, esta vez nada me detendría. La muerte sería el olvido del mal recuerdo que fue la vida. Estaba decidido, ya harto de que cada gota rebalse el vaso, sin resistencia alguna al dolor, sin ganas de resistir. Entonces, para probarme a mí mismo mi valía, bajé la vista…
Realmente esperaba encontrarme con las orillas de algo, del río, algunas rocas; pero además de eso, lo que había bajo mis pies era una pequeña niña, de no más de cinco años, que relucía unas alas cafés en distintos tonos, las cuales parecían pesar demasiado. Estaba sujetándose de pequeñas rocas intentando no caerse. A su lado volaba un ave que me congeló la sangre, era gris, de cabeza redonda, y pecho blanco, además...medía por lo menos un metro de altura y sus alas extendidas se asemejan al tamaño de las de la niña. Ella alzó la vista cuando me asomé para ver mejor. Pareció asustarse porque se apegó más al muro e intentó que sus alas también para que me sea muy difícil verlas.
No podía dejarla ahí, pero esa ave me miraba con unos ojos negros, asesinos.
De repente, una de las manos de la niña se suelta cuando intentó agarrarse con más fuerza del precipicio. Rápidamente extendí la mía olvidando cualquier peligro que no fuera el suyo.
—¡Dame la mano!—grité, pero ella no parecía entenderme, solo se acurrucaba más contra las rocas—¡Te voy a subir, dame la mano!—vuelvo a insistir.
Sin embargo, esta vez, el ave lanza un fuerte picoteo hacia mi mano, el cual puedo esquivar alzándola, pero esto solo provocó que las piedras se volvieran más inestables.
El lado bueno del asunto, era que esa bestia alada no estaba ahí para comerse a la niña, sino para protegerla.
Un ruido de hojas moviéndose detrás mío me distrajo por un momento, pero el gemido de dolor de la niña volvió a tener toda mi atención.
—¡Escuchame, debes darme la mano! ¡No te haré daño, lo prometo! Yo...—Rocas cayeron hacia abajo y tardaron veinte segundos en tocar el suelo. Nadie, nadie sobreviviría a esa caída. No tenía idea de por qué no volaba, pero no era momento de preocuparme por eso—Yo seré tu amigo, no te haré daño—insistí.
Esperaba convencerla, no obstante, las piedras que sostenían su mano se desprendieron. No pude pensar al verla caer, simplemente, me aventé al vacío hasta que mi mano tocó la suya. Entonces cerré ambas con fuerzas, una para sostenerla a ella y la otra para sostenernos a ambos del borde del precipicio. Me arrepentí unas mil veces por no tomar las clases de gimnasia como mis compañeros en la secundaria. Si lo hubiese hecho probablemente hubiese tenido más resistencia que esto.
Morir. Hoy no. Ella no. Le juro a los cielos vivir si ella vive. Rogué para mis adentros. Mis brazos parecían alcanzar su límite y sentía que se separaban de mi cuerpo. De repente, una sombra negra pasó sobre nosotros. Acto seguido una mano envolvió mi estómago y el de la niño, y nos levantó hasta dejarnos tocar tierra de nuevo.
La taquicardia en mi corazón no me dejaba respirar con normalidad. Un gran susto invalidaba mi cuerpo ¿Qué acababa de pasar? Me incorporé en cuclillas y miré a mi costado cuando noté que algo rozaba mi pierna. Era un ala, el ala de Immanuel. Este estaba extendiendo el ala de la niña, asegurándose de que no estuviese lastimada. Entonces, lo escuché decir:
—Sas teno. Natio vio causo.
Se levantó y ayudó a la niña a hacerlo también. Luego alzó la mano y extendió las alas. Acto seguido, un total de veintitrés personas aladas descendieron de los árboles. Una mujer, de alas similares a las de la niña, se asomó entre la multitud y abrazó a la niña con fuerza. No dude que se trataba de la madre.
No sabía por qué, pero al ver alrededor no me sentía intimidado, ni siquiera incómodo; me sentía...en casa. El aroma a hogar me daba comodidad y la firmeza de esas personas me hacía sentir feliz ¿Acaso ese era el propósito que tanto había esperado?
—Vamos—habló Immanuel despertándome de cualquier fantasía.
—¿Eh?—exclamé sin entender.
—A partir de hoy eres mi asistente personal—aclaró y emprendió camino, a pie.
Al ver su espalda, me di cuenta de que su polera estaba totalmente destruida, seguramente por sus alas. Luego, estas comenzaron a meterse en su espalda provocando bultos y deformaciones muy feas por toda esa zona y sus brazos. Sentí náuseas. Se veía escalofriante. Quedó expuesto ese hermoso tatuaje de un par de alas en su piel. Al verlo, mi mente se iluminó.
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Iba mirando mis pies caminar por la tierra y prestando especial atención al ruido que provocaban mis maletas, cuando de la nada la voz de Immanuel me sorprende:
—¿Quién es ese galanazo?
Alcé la vista y vi a Diego buscar algo en su mochila, de nuevo, en la puerta del hotel. Suspiré profundo, no porque esté cansado, sino porque iba tan concentrado en las maletas que había olvidado respirar con normalidad.
—Es Diego, mi compañero de la universidad.
—Increíble—exclamó él casi en un suspiro—¿Será humano? Quizás sea el ciclo, pero si lo es, nunca había visto a uno tan magníficamente guapo.
Automáticamente volteé a ver a mi amigo. Estaba sudado, una vena saltaba de su frente y la mueca que hacía, levantando el labio superior dejando ver su encía blanca, era simplemente desagradable. Luego vi al muchacho a mi lado, esa sí era una buena vista. Uno al lado del otro lo hacía ganar a Diego el concurso del más feo del pueblo. Una idea cruzó por mi cabeza, ¿debería?
—¿Quieres que lo llame?—pregunté.
Immanuel volteó a verme y juraría que dos estrellas nacían en sus ojos.
—¿Puedes hacer eso?—cuestionó con una fina voz.
Asentí y me dirigí a mi amigo.
—¡Diego! ¿Necesitas ayuda?
Este me miró y se acercó casi corriendo.