Al Mejor Postor Libro 1

CAPÍTULO VEINTIDÓS - PARTE II

—Pensándolo mejor, no habría historia para contar, ¿no te parece? —susurro, al tiempo que un cosquilleo recorre mi espina dorsal. Un estremecedor choque eléctrico que viaja por todas mis terminaciones nerviosas.

—Eso significaría que... Una novela diferente, puede estar empezando ahora mismo —provoca, tocando con su nariz mi mentón—. No seas mala —ronronea posando las manos en mis muslos—, no me des falsas esperanzas, Nicci.

Relamo los labios e intento controlar los latidos de mi corazón; calmarlos, para que no me delaten delante del magnate.

—Yo no quiero dar falsas esperanzas —digo en un hilo de voz—. Tampoco prometer algo que no sé si podré cumplir. No puedo decirte que terminaré enamorándome de ti como una loca, porque no lo sé. No sé qué pasará con mis sentimientos, pero sobre todo con mi cabeza —lleno mis pulmones de oxígeno. Exhalo lentamente y aspirando ese perfume delirante, caro, adictivo de Rashid, sentencio—. De lo que sí estoy segura es que me gustas; me gustan muchas cosas de ti; tanto como para intentarlo cuántas veces sea necesario.

Precavida, bajo la mirada y lo primero que observo son sus dos faroles oscuros que destellan; que lucen salvajes, hipnóticos, y profundos. Luego, admiro su sonrisa, esa ligera mueca que no enseña sus dientes, sólo los labios definidos y carnosos.

Por primera vez desde que lo conozco aprecio a detalle su rostro y me confieso interiormente que más que gustarme, me encanta.

Así, sin filtros, sin disfraces, sin vueltas raras. La masculinidad que desprenden sus facciones, la sombra de una barba incipiente que siempre le acompaña, los ojos de una tonalidad tan magnífica como el azabache o el ébano, su boca, su cabello corto; literalmente cualquier rasgo de Rashid pone mi mundo patas arriba.

Un físico que para la mayoría de las mujeres sería la gloria; o la descendencia divina de los dioses de Mitología griega, para mí es otro detalle que suma puntos. Uno más de tantos que me llevan a sentir un hormigueo en el estómago cuándo me mira; cuándo me sonríe; y cuándo me habla.

Indudablemente, su timbre vocal grave, a veces bajo, de palabras acentuadas y un italiano delicioso, me fascina. Creo que es de lo que más me gusta en él: su voz.
La virilidad que emana al decir mi nombre. Lo sensual que se ve tan sólo saludar con un simple buenos días.

Van una semana y pocos días, en los que intercambiamos oraciones, que dialogamos. Él por el contrario, un mes y pico, dónde la mayor parte del tiempo le habló a mi cuerpo dormido y a mi mente despabilada. Así que no es loco, ni ilógico y mucho menos tonto o absurdo, reconocer que su forma de pronunciar una a una cada letra, me gusta.

Me ha costado entenderlo, sí. ¿Por terquedad? ¿Recelo? ¿Estupidez? ¿Todas juntas?

¡Posiblemente! Y asumiendo el punto, llega un momento en el que se hace difícil ignorar las señales.
Señales que me traían abrumada, confundida, molesta, frustrada porque no sabía cómo catalogarlas.
Señales que descifré al oír una porción de su historia de vida; al ver que es un caballero, y que cada célula del hombre que me observa con embeleso, con deseo, con cariño, grita que para mí, es el príncipe azul con el que jamás imaginé cruzar palabra.

¡Definitivamente no es perfecto! ¡Claro que no! Comete errores, demasiados; como todos los cometemos. A veces puede ser extremadamente sincero, tanto que no habría de extrañarme que atraviese esa fina línea que separa la honestidad de la brutalidad.

No obstante, con sus miles de fallas, me gusta. Me gusta muchísimo. —Me encantas —exclamo de pronto, siendo traicionada por mi subconsciente, en el instante justo que él pretendía ponerse de pie, y volver a su asiento.

—¿Cómo? —pregunta atónito. Incrédulo a lo que escuchó.

—¡Perdón... Perdón! —me disculpo sonrojada.

Sus manos, se enredan en las mías temblorosas y niega —Solo repítelo; por favor.

—Que... —suspiro— me encantas.

Su sonrisa se ensancha y acercándose a mi rostro de nuevo curiosea —¿Te encanto mucho, o lo mínimo?

Carcajeo, y presa del infantilismo ante su interrogante le respondo con retórica. —¿Y qué diferencia hay?

—Hay una gran diferencia —resuelve con ronquera, a medida que sus labios se aproximan a los míos con peligro—. Porque de tu contestación depende el que pierda los estribos, rompa mi promesa y termine besándote ahora mismo.

—Yo...

—Mucho o poco, Nicci. Es simple —reitera aprisionándome entre la silla y su cuerpo. Entre el material de la butaca y su fisonomía que desprende calidez, enigma, sensualidad.

—Creo... Que lo primero —musito desconcentrada por su proximidad.

Mucho —afirma con arrogancia. Colocando las manos en los posabrazos, y posando su boca debajo del lóbulo de mi oreja; el lugar indicado para que una sensación distinta, placentera y extraña me recorra de pies a cabeza—. Te encanto, y mucho —susurra, besándome desde el cuello hasta el mentón—. Tú a mí me vuelves loco. Y fíjate, soy capaz de enamorarme del chocolate si me permites probarlo de aquí —añade alzando la cabeza, elevando su dedo índice, y señalando la comisura de mi boca, dónde parte del baño cobertura ha quedado adornándola.



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En el texto hay: romance, toxico, italiana

Editado: 12.08.2020

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