1. De vuelta en casa.
Cassie
Cuando era niña siempre había tenido la curiosidad de descubrir qué sensación se sentía viajar en avión, y en nuestras vacaciones de algunos años atrás lo había descubierto. El viaje desde las alturas es algo maravilloso y me atrevo a decir que es una de las pocas cosas que me relajan, a tal punto de que me desconecto de todo lo demás.
Creo que cuando uno viaja se dedica a observar todo con mucha más intensidad que normalmente, y eso es lo que me sucede en los aviones. Observo por la ventanilla como si del otro lado se encontrarán tiendas con objetos de otro mundo para mis ojos, sin embargo, solo puedo observar el cielo cuando estamos despegando en lo más alto. Lo que me brinda paz.
No obstante, la paz que me transmitían los viajes aéreos se esfumó en este último. ¿Por qué? En primer lugar, la empresa se había equivocado y nos dio asientos divididos a mi papá y a mí, y ninguno se había percatado de ello hasta el momento en que la azafata nos lo dijo. En segundo lugar, mi asiento no es el de la ventanilla. Estaba restándole importancia a la equivocación de asientos, pero al enterarme de que el asiento que ocupo siempre que viajo en avión no es el mío, me retracté.
Intento sentarme en el asiento que deseo, pero la azafata me recuerda que mi asiento es el de al lado y que en el que estoy sentada le pertenece a mi acompañante de vuelo. Con algo de molestia me muevo hasta el asiento que verdaderamente me corresponde y espero por mi acompañante, quizá él o ella no tenga problema alguno en cambiar de lugares. Pero, para mí sorpresa, mi acompañante de vuelo resulta ser un niño de más o menos seis años de edad y dudo que quiera cambiar su lugar por el mío. Los niños aman observar por las ventanillas.
El pequeño niño de cabello miel y gafas redondas se sienta a mi lado sin inmutarse ante mi presencia. Su mamá le propina una mochila de color verde que él deposita en su regazo y después de darle algunas instrucciones, se marcha dejándome a solas con su hijo. Quedo anonadada ante la huida de la mujer, por lo que la sigo con la mirada y me percato que se dirige hasta unos asientos más alejados del centro, de donde nos encontramos nosotros. Por lo visto, también se habían equivocado con sus lugares de vuelo.
Estoy a punto de abrir mi boca para preguntarle al niño si desea cambiar de lugares cuando él se gira y me observa con sus ojos azules, ocultos detrás de las enormes gafas que trae consigo.
«¿Tendrá un sexto sentido?»
—Dime —habla.
Lo observo con mi ceño fruncido antes de negar con mi cabeza y quitar mi mirada de él. Las próximas horas me dedico a recostarme en mi asiento e intentar dormir para que el viaje sea más ameno para mí. Los leves, pero insistentes toques en mi brazo provocan que abra mis ojos sin llegar a lograr mi cometido.
—¿Qué? —pregunto hacia el niño.
—Soy Cole —se presenta. Asiento y vuelvo a cerrar mis ojos, sin embargo, él vuelve a hablar—. ¿Y tú?
—Tengo sueño —digo para que deje de molestarme.
—Que nombre extraño tienes —comenta—, pero es original.
Lo observo con el ceño fruncido dándome cuenta de que interpretó mi respuesta como si fuese mi nombre.
—Niño, no quiero hablar. Déjame dormir, deberías estar haciendo lo mismo.
Y no lo decía para que se callara y dejara de molestarme, o no solo por eso, sino que es cierto. Son más de las once de la noche y hasta donde tenía entendido los niños se duermen temprano.
—Estoy aburrido, tengo sueño.
Quiero reírme por la manera en la que me llama y de lo extraño que suena de la boca del niño mi supuesto nombre. Me giro para observarlo, su cabello es de color miel y se encuentra despeinado, sus ojos son azules y me gustaría saber si con los lentes puestos siguen siendo tan grandes o es gracias a ellos. Tiene unos mofletes regordetes, que estoy segura que si mi tía lo tuviera delante suyo no dudaría en apretárselos en un modo cariñoso. Su estatura no es más ni menos que la misma que los niños de su edad, y su vestuario se basa en unos pantalones cortos y una camiseta de superhéroes.
—Puedes ponerte los audífonos y mirar una película —digo, señalándole la pantalla que se encuentra delante de él. Sin embargo, niega con su cabeza y acomoda sus lentes—. Entonces, ¿qué quieres hacer?
Lleva su dedo índice a su barbilla analizando mi pregunta cuando a los pocos segundos chasquea su lengua y pregunta:
—¿Puedo contarte lo que hice en mis vacaciones?
No lo pienso dos veces antes de darle una respuesta.
—No. —Y vuelvo a cerrar mis ojos.
—Entonces, te cuento —me contradice.
Abro mis ojos para observarlo de costado con sus ojos azules puestos en mi rostro.
—He dicho que no. ¿Sabes lo que es un no?
El niño llamado Cole asiente, sin embargo, parece no entender lo que es un no como respuesta porque prosigue con su relato.