El día que comenzó todo no fue un oscuro y tenebroso día como se acostumbra. No, fue un hermoso y acalorado amanecer, más o menos las siete de la mañana. La luz del sol lograba colarse por un pequeño espacio que la cortina dejaba, iluminando la cara del pequeño Alex Reidfield de once años con sus incontables pecas en la cara, su pelo marrón ligeramente largo y su boca abierta, que se agrandaba o se achicaba dependiendo de su respiración. Alex soñaba que conducía autos de carreras, cosa que ya no le sucedía desde hacía casi dos años. Se encontraba en el interior de un bello auto rojo con pegatinas del número cincuenta y nueve a los costados. La velocidad le agitaba el cuerpo, el ronroneo del motor lo embriagaba, se sentía... bien. Todo era apacible, tranquilo. Claro, hasta que su madre entró por la puerta.
― ¿Al?, despierta, cielo, que debo trabajar― decía la madre mientras entraba a la habitación, un poco fuerte ya que Alex normalmente roncaba por problemas en la respiración. Sin embargo, esta vez no producía sonido alguno, cosa que hizo que su madre lo sacudiera un poco en su cama para tratar de despertarlo.
― ¡Mamá!― bufó Alex―. Por favor, cinco minutos más, tengo escuela hasta las diez― y diciendo eso, el niño se colocó boca abajo y se tapó la cabeza con la almohada, mientras se quejaba haciendo sonidos incomprensibles para el oído humano.
―Pero tú hermana no― respondió la madre mientras le acariciaba la espalda, cosa que siempre había hecho reír a su hijo―. Recuerda que hoy debes llevar a Melanie, ha estado esperando este día toda la semana.
―Tengo más sueño que un perezoso, quiero dormir solo un poco más. Además ella solo me quiere presumir a su poney nuevo, ¿Por qué debo ir yo?― se quejaba Alex mientras su voz aún era amortiguada por la almohada.
―Porque debo trabajar, ya te lo he dicho― Mamá se impacientaba, y eso no podía significar nada, absolutamente nada bueno.
―Bien, ya voy― dijo Alex, no sin antes jalar la saliva de nuevo a su boca, ya que el peso de la almohada le presionaba la mejilla de tal forma que su boca quedaba abierta a todo momento, logrando que el líquido baboso y transparente saliera en un hilo.
Alex se levantó de mala gana, sentándose con cuidado en la orilla del colchón, despidió a su madre con un beso y con los ojos aún cerrados. Cuando ésta salió, Alex se levantó y se dirigió al baño.
Notó en el espejo la imagen de todos los días: su disparatado cabello, alocado debido a la almohada, su pijama, que no era más que una playera de manga larga color gris, cuyo cuello le descubría el hombro, y un pantalón rojo a cuadros.
―Buen día― dijo a su reflejo con una sonrisa que de inmediato se desvaneció. Dio un bostezo y alcanzó el cepillo, ese cabello disparatado no iba a vencerlo esta vez. Alex miró detenidamente su cepillo y la imaginación se encargó del resto, ahora blandía una enorme espada.
―No me vencerás― dijo a su reflejo (O más bien al cabello de su reflejo) mientras lo amenazaba con la espada―. Te partiré y te acomodaré, aunque sea lo último que haga― con gran decisión se llevó el cepillo al cuero cabelludo y comenzó a aplacarlo. El primer tirón lo despertó por completo―. Auch― susurró mientras se sobaba la cabeza―. No has ganado, cabello. Nos volveremos a ver― Alex salió del baño con el cabello medianamente disparatado. Se dirigió a la recámara de la pequeña Melanie.
―Ya despierta niña― le dijo a través de la puerta.
―Ya desperté― contesto Melanie somnolienta.
Alex, feliz con esa respuesta se dirigió a su habitación y abrió el ropero, una infinidad de playeras de colores se extendió ante él, tomó la más cercana (Verde con cinco rayas negras en el centro), se quitó la que tenía puesta y se colocó la otra, repitió el proceso con el pantalón y se puso sus zapatos tenis color blanco. Se admiró en el espejo por un segundo, asegurándose que todo estuviera en orden con su ropa, acto seguido fue a la cocina y encendió el televisor. Lo que vio lo dejó sin habla, ya que en el canal donde normalmente pasaban sus dibujos animados, estaban las noticias. En específico una imagen de un objeto gris con forma de hombre con alas gigantes volando hacia el horizonte. Decidió dejar el canal, solo por si acaso.
"Los habitantes de Lux Village, están preocupados por los ataques de este monstruo a su ciudad" Decía el reportero "Hasta ahora solo se conoce la identidad de los trece decesos y una posible desaparición debido a los acontecimientos que tuvieron lugar el día de ayer, gracias a la criatura que ven en pantalla, los trece oficiales cumplidores de su deber que dieron la vida al enfrentar a esta criatura son..."
Alex horrorizado apago el televisor, miró perdido hacia la barra de la cocina en donde se hallaba el televisor y al volver en sí salió a respirar aire fresco, jamás había disfrutado de las noticias, pero esta era diferente. ¿Cómo era posible tanta destrucción y tantas muertes provocadas por un solo individuo? era lo que atravesaba por su mente en ese momento, ¿acaso lo iban a detener?, ¿llegaría a Nueva York?
Contempló el paisaje de los suburbios donde vivía, a lo lejos observó los árboles pertenecientes a Central Park, con sus hojas verdes moviéndose con el viento. Un poco más cerca alcanzaba a observar al señor Williams, un anciano cascarrabias, calvo excepto de las patillas, con gafas circulares y sin algunos dientes, con una barba recortada color blanco; de la casa con el gigantesco número seiscientos dieciséis atornillado a un costado de la puerta. Por el momento solo estaba podando el jardín. El señor Williams vivía con su esposa Delancey, una mujer adulta, con canas visibles y una sonrisa amable, pero en aquel momento no estaba a la vista.
―Pequeño delincuente― lo llamó en susurros el señor Williams, sin embargo, Alex no le hizo caso (Ya estaba acostumbrado a esas palabras) y siguió pensando.
Por un momento, y aunque resultara extraño con todos los pensamientos que rondaban su cabeza en aquel momento, el chico se sintió libre por primera vez. Volteó y contempló su casa, una estupenda vivienda de dos pisos color blanco con un poco de rojo en los laterales, poseía dos baños y una cocina más grande que muchas, recordó su habitación, la cual estaba llena de fotos de superhéroes, dibujos y grandes momentos capturados en fotografías; recordó cuando puso su primer póster, recordó sus libros, todos acomodados y amontonados en un extenso librero de dos metros, y se sintió feliz. Recordar todo eso era parte de los ejercicios de paz interior que le dejaba el doctor Hubbles cuando Alex se sentía presionado.