Alice Black 1: La híbrida de los vampiros

Capitulo 15: Descubriendo la cueva de mis temores

Narra Eduardo Lemoine:

Mi venerada Grecia Kirchner, careces de culpabilidad ante el inevitable resentimiento que habita en el corazón de Ana Burgos. Los siglos de enemistad entre mi comprometida y Alicia Rubí fueron causados ante mi oscurantismo. Sin embargo, pareciese que mi irrevocable destino érase caer ante las redes pegajosas de los encantos de una adolescente incomprendida que ha desviado mi objetivo principal, asesinarla. ¿Pero cómo acabar con su vida? si resistirme a su belleza me era letal y aún más borrar el apego existente entre dos imperfectas e disparejas entidades solitarias. Que, a pesar de nuestras negaciones, un sentimiento que debería ser anulado… adquiría fuerza de gran ímpetu. Consumiéndonos con rapidez. 

Para definir a la causante de mis desvelos tenía que ir mas allá de los lienzos en papel a los que me había acogido para intentar descifrarla. Vivaz, inteligente, dotada de plena juventud, tímida, débil de voluntad, reservada, curiosa y misteriosa, así era ella en lo poco que pude detallar. Un enigma bastante peculiar, ante el hecho de sus poderes sobrenaturales. Tenía cierto toque como las Dhampiresa, no obstante, no pertenecía a tal grupo. Sus habilidades iban más allá que una simple mestiza. Podría danzar sin meras preocupaciones gozosa ante los rayos sol, mezclarse entre los humanos e transmitir un aura de paz que solo la madre naturaleza brindaba a los seres del bosque como a los licántropos. ¿Cómo podrían ser tan iguales y tan diferentes a la vez? Lo único que compartían por igual era el físico y la infortunada debilidad de ser unas horribles mentirosas. Reconocía en segundos cuando una dama se desvivía por mí y Grecia Kirchner no era la excepción. Su forma de mirarme y su corazón desenfrenado la delataban lastimosamente.  Pero alguien como yo, no merece gozar de tal privilegio. Todo aquel que me regalaba su amor terminaba muerto.

—¿Errores del pasado? — desliza los pies al compás del viento, Ana Burgos. Sentándose al lado izquierdo de la chimenea recién encendida.

—¿Qué hacéis aquí? — cierro sin disimulo el cuaderno que recelaba desde siglos inmemorables. — No podéis venid al palacio cuando te venga en gana. — cruzo los brazos en protesta.

—Es que me he sorprendido que estés en tu morada y no en la casona de la rosa menor. ¿ocurrió algo que deberéis decirme? — palpita, rasga y estruja mi alma el carácter indomable que solo Ana Burgos sabía desencadenar con solo parpadear.

—Suelta el discurso de una vez. — suspira triunfante ante mi tono enojado.

—No permitiré que me intercambiéis por otra. — la rutina abruma, demoliendo hasta el más poderoso amor. Pisoteándolo y escupiéndolo hasta no más poder. 

—Dejémoslos de rodeos, tú jamás confiarás en mí. ¿Por qué?, sabéis muy bien la respuesta. Si queréis te lo recuerdo, ser mi pareja no simboliza que me someterás como un peón más en el tablero de tu despiadado juego.

—Con que así quieres jugar — arremete contra mi pecho irreconciliable. Buscando quizás una motivación para que alzara la mano contra su rostro.

—¿Seguimos con los trámites? — freno su cachetada impulsiva. 

—¿Me estás dejando? Solo yo sé lo que te gusta. 

 

Desquiciados o desprovistos, como ustedes lo quieran ver. La reconciliación traía buen sexo, salvaje y rudo. La mejor descarga ante el estrés. Y es que lo más placentero era observar en tu regazo a una dama desnuda ansiando con la garganta seca una envestida arrolladora una y otra vez.

—Eres mío, nadie lo cambiará. Has lo que tengas que hacer y volved conmigo. 

 

Desazonadas horas transcurrieron mientras esperase la llegada de Roxana Kirchner en sus aposentos pintorescos. Puesto que la muy desvergonzada había exigido verme en secreto para dialogar sobre lo que me había traído de retorno a esta casa, Grecia Kirchner. Pero llevaba tiempo sin dar pistas de su paradero. < ¿Dónde estás?> resoplo impacientado, observado el almanaque que colgaba sobre el ropero, 12 de junio. El cumpleaños de Ana Burgos, se me había olvidado por completo. Y es que últimamente en lo que pensaba era en ella, la niña híbrida. Cuyo futuro aún era incierto.

—Fascínate — admiro una guitarra polvorienta holgazaneando en el suelo. Una hermosura como esa no debía estar sufriendo de abandono. 

—Hola—rompe el silencio amargo la persona que menos quería ver en estas circunstancias. —¿Tocas? — sonrojada desvía la mirada. Mi presencia siempre la ponía exaltada.

—Amo la música, mi nana me enseñó todo lo que sé actualmente. — rancio resueno, poniendo distancia.

—Recibid cursos de guitarra en el colegio, nunca aprendí. —Asiento, deliberando en los posibles rituales que Roxana Kirchner pudo haber empleado para abolir la bestia que albergaba en su sobrina. Todas las posibilidades son severas e ilegales. 

—Todo cuesta, sin sacrificio no obtienes nada. ¿Quered intentarlo? — Al culminar la oración, el reproche mental azotó inmediatamente. Sentía sus cálidas e suaves manos sobre mi piel, mientras ubicaba sus anulares frágiles sobre las sólidas cuerdas de la guitarra. Chocando su respiración concisamente con mis mejillas, plasmándose un momento íntimo en el cual nuestros rostros estaban más en la proximidad. Su inesperado calor erizó mis vellos, tiritando así mi corazón. Cautelosa deshizo un mechón de cabello, ante los nervios. Por lo que por instinto mi silueta reaccionó, aproximándose.

 

Mirada tras mirada, las palabras estorbaban. La noción del tiempo solo emprendió vuelo, dejando fluir un cómodo evento que de inmediato frené.

—¿Interrumpo? — sobresaltado ante aquella voz que reconocía. Ryan Lemoine, mi hermano mayor, me vislumbraba atento. En busca de una eventualidad para masacrarme. 

— Grecia, por favor. Dejadme a solas con mi allegado. — pálido se tornó este por el formidable parecido que tenía la joven con su madre. Al extremo que me lo materialice desmayándose, le faltaba poco para ser alvino.




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