Alicia parecía concentrada en perder sus pensamientos en una gran pared pintada con unos guacamayos amarillos que eran la fachada trasera de un gran edificio; era ciertamente su ave favorita, pero no era exactamente esa la razón por la que parecía una estatua rígida sentada en una banca del campus de medicina de la universidad estatal.
El santuario de tranquilidad que era el jardín trasero del campus, rápidamente pasó a ser algo parecido a un estadio de fútbol en la final de un torneo. Las clases habían terminado y eran justamente las doce del mediodía, hora perfecta para salir a la cafetería y almorzar algo. Pero Alicia ya lo había hecho, de hecho debió de estar en clases durante la mañana, pero en esa ocasión decidió simplemente ausentarse.
Las clases de ese cuatrimestre le habían antojado poco interesantes, al punto que durante todo el periodo se había ausentado una cinco o seis veces a las clases de los jueves en la mañana, Anatomía General I.
Sus compañeros eran poco interesantes, su vida en general durante todo este tiempo había sido insípida. Apenas hablaba con su roomie que por lo general solo le dirigía la palabra para pedirle cosas prestadas o cuando a esta no se le ocurría nada más interesante que hablar con la rara de su compañera de cuarto.
Estuvo la noche anterior pensando seriamente si acabar con todo y regresar a su viejo pueblo abandonado por la gracia de Dios. Había estado viviendo en el campus para estudiantes desde hacía tres cuatrimestres y apenas había sentido el tiempo pasar. Sus padres hacían un gran esfuerzo para pagar la media beca que el gobierno le había dado debido a su buen desempeño en el área de biología durante la secundaria. Ella estaba consciente de eso, y era en efecto eso, lo que la mantenía aún en la carrera. Claro que no le desagradaba del todo ser médico general, o por lo menos no le parecía del todo mal. Aunque de niña nunca se figuró ser una gran médico ni nada por el estilo, es más, incluso le parecía asqueroso todo lo que salía de cada uno de sus orificios. Le temía a las agujas, a las pastillas y al olor que tenían los jarabes de la gripe. Aunque no se lo había dicho a nadie más que a una vieja amiga de la secundaria, le temía mucho a la sangre. Aunque para el momento en que ella empezó la universidad, creyó que ese temor se había esfumado.
─¿Han sido nueve meses desde que me fuí? ─Se preguntaba a cada momento─. Parece que fué ayer que hice las maletas y llegué aquí. Sin embargo, me siento tan cansada.
La turba de personas atravesaban las callejuelas del jardín comentando aspectos de la clase de la que habían salido. Parecían inmersos todavía en sus asuntos universitarios, tanto que apenas notaron la presencia de la chica rígida, sentada en la recién pintada banca.
Una chica que regresaba de la cafetería se topó con el grupete de estudiantes que se le hicieron frente como una indomable y gigante ola. La pobre chica, de escasa altura chocó con Miguelangel, uno de los estudiantes, de una manera tan tonta pero tan graciosa que le había quitado a Alicia el trance. Le pareció una escena un tanto romántica; como el inicio de algún libro de amor juvenil de los que tanto había leído. Sentía además, una pequeña pena por la chica. Era demasiado pequeña, y tímida; como una muñeca de harapos con la que jugar unos minutos significaba romperla al instante.
La escena se hacía más interesante conforme ella prestaba atención a lo que ocurría. Cuando la chica cayó al suelo Miguelangel la había tomado del brazo con cariño y la reclinó en la pared mientras levantaba una funda blanca con frutas dentro de ella.
La chica se veía sumamente avergonzada. Desde esa distancia Alicia podía ver lo ruborizado de su rostro. No se podía mentir así misma, le parecía una escena muy bonita y tierna. Tan bonita y tierna que deseaba ser ella quien estuviera en esa situación. El joven Miguelangel era parte del equipo de tenis de la universidad. En algún momento en las canchas lo había visto jugar con sus compañeros. Nunca había hablado con él para nada, pero le parecía lo suficientemente atractivo como para escribir sobre él en una pequeña novela en la que necesitaba de un personaje con tales cualidades. Sería el hombre prohibido de una relación de amor odio entre dos personas de diferentes clases sociales.
Miguelangel además estudiaba medicina como todos los que por esos lares se encontraba, y de lo poco que sabía Alicia era su nombre y que venía de una familia de deportistas. Al parecer el chico quería estudiar medicina deportiva.
Los demás compañeros de Miguelangel entraron con rapidez a la cafetería y dejaron a los tortolitos en la entrada hablando. Alicia no disimulaba para nada su gran interés por saber de qué hablaban, que pensaban el uno del otro o si de ahí nacería una de esas historias de las que tanto conocía. Pareció que se intercambiaron números; eso encendió las alarmas de Alicia, quien ya desearía estar en dicha situación.
Alicia apenas alcanzaba los veinte años de edad. Nunca en su vida tuvo un novio, siempre que pudo haber tenido la oportunidad de empezar una relación con algún hormonal, como solía llamarlos, la echaba a perder. Era muy cortante con los demás, al punto que pocos le hablaban. Permanecía durante horas libres debajo de su libro de química orgánica leyendo historias de apasionantes amoríos adolescentes en su teléfono celular. Estaba muy interesada en historias de vampiros sexys y hombres corpulentos. Fantaseaba con escribir un bestseller, pero apenas podía escribir dos o tres líneas de lo que sea que quería escribir.
Pudo conectar con una chica en su tercer año de secundaria. Era Amanda Lockward, a quien le contaba sus mayores secretos. Ella le había contado a Amanda que muy a pesar de su falta de talento, intentó escribir algo que ella denominaba “una revolución literaria”. Amanda, quien también consideraba a Alicia una gran amiga, accedió a leer la obra.