Queridos Recuerdos
La pérdida se asentó en mi vida como una sombra interminable, un eco persistente que resonaba en cada rincón de mi existencia. Cada amanecer se sentía como una traición, un recordatorio de que el día comenzaba sin ti. El cielo, antes lleno de promesas compartidas, ahora se presentaba gris y distante, como un lienzo vacío que ninguna luz podía llenar.
Recorría las mismas calles que solíamos caminar, ahora desiertas y silenciosas. Las olas del mar, que antes eran testigos de nuestra alegría, ahora rompían con una tristeza apática, como si el océano también llorara tu ausencia. Me encontraba sentada en el mismo banco del parque, el lugar donde nuestras risas solían llenar el aire salino, ahora enmudecido por la soledad. El viento, que antes acariciaba suavemente el rostro de las gaviotas, ahora parecía arrastrar el lamento de mis pensamientos perdidos.
El tiempo se había vuelto un enemigo cruel. Las horas se estiraban sin fin, cada minuto una tortura en la que tu ausencia era la protagonista principal. El calendario, con sus fechas marcadas, se había convertido en un cruel recordatorio de los días que pasaban sin ti. A veces, me atrapaba en la ilusión de escuchar tu voz, un murmullo en el viento o el crujido de las tablas del muelle bajo tus pasos. Pero la realidad siempre me enfrentaba a la fría verdad de que el silencio había reemplazado todo lo que alguna vez fue vibrante y lleno de vida.
Los recuerdos se habían convertido en mis compañeros más fieles, pero también en los más dolorosos. Cada rincón de la casa conservaba tu esencia, desde el aroma de tu perfume que aún persistía en los cojines del sofá hasta el eco de tus risas que todavía parecía resonar en las paredes. En las noches, me envolvía en tus viejas mantas, buscando en su calor una sombra de la seguridad que solía sentir a tu lado. Pero el consuelo era momentáneo, y el vacío se asentaba más profundo que cualquier manta pudiera cubrir.
Me aferraba a las cartas que te había escrito, esas que nunca te envié, como si fueran un salvavidas en un mar tormentoso. Cada palabra era una parte de mí, una pequeña pieza de un amor que se sentía interminable. Leía y releía esos fragmentos de mi corazón, tratando de encontrar algún sentido en el dolor que me envolvía. A veces, me encontraba hablando con tu memoria, narrando mis días como si pudieras escucharme desde algún lugar lejano.
Sabía que solo te veía a través de los ojos de una mujer enamorada, y que eso nublaba algo en mí que no me permitía ver el monstruo que la bebida estaba esculpiendo en ti. La gente a mi alrededor seguía con sus vidas, ajena al duelo que me consumía. Sus miradas compasivas y sus palabras de consuelo eran como ecos distantes, apenas perceptibles en el abismo de mi tristeza. Me movía entre ellos como una sombra, viendo sus vidas desde la distancia, sin poder encontrar un lugar donde encajara.
Las estaciones cambiaban sin que yo pudiera notar el paso del tiempo. La primavera traía nuevos comienzos, pero para mí era solo un recordatorio de que el ciclo de la vida continuaba sin ti. El verano traía el calor y las olas, pero no la calidez que solía sentir a tu lado. El otoño pintaba los árboles con tonos dorados y naranjas, pero esos colores se desvanecían en la tristeza de mis días. Y el invierno llegaba con su manto blanco, cubriendo el mundo en un silencio frío que se reflejaba en mi propio corazón.
En el rincón más oscuro de mi ser, me preguntaba si algún día podría encontrar paz en medio de este duelo interminable. ¿Sería posible sanar alguna vez, o estaría condenada a vivir en esta constante tristeza? La esperanza se iba poco a poco, reemplazada por una aceptación difícil de que, aunque el tiempo pasara, el eco de tu ausencia seguiría resonando en cada rincón de mi existencia.
Y así, entre las olas del mar y las sombras de mis recuerdos, continúo navegando en el silencio de mi duelo, esperando que, algún día, pueda encontrar un destello de paz en el vasto océano de mi tristeza.
Desde el apego, Brisa.