Quizá él pensaba que estaba muerto desde hacía algún tiempo, porque la muerte psicológica era una trivialidad que hoy en día los millennials fanatizaban como suyo, igual que la razón y la tecnología. Empero, Adler no estaba aquejado por nada de ello, simplemente se preocupaba por sí mismo y su antipatía disparatada contra el cosmos. Que joven tan resentido y latoso, se preceptuaría.
«¿Ya dije que no te amo? No, no te amo. Pero siempre desearé que te amen, en presente y en calidad, en cantidad y sin intermedios, en tu peculiaridad y banalidad». Soñó con la soflama tan imprecisa y sórdida que profirió una exnovia hacia él antes de clavarle la estaca. ¿Por qué rememorar lo lacerante? El olor de Laia le propiciaba antojos libidinosos.
Ella pernoctaba mansa asida a los muslos de él, sugestivo e inapropiado desde equis ángulos; fastidioso para quien en anales no se transigía con el aroma y feminidad de otra anatomía. Aunque, le ablandaba todo lo que había congelado desde que maduró y se dedicó a lo fútil de la adultez, adherirse a la masa empleada en los medios de producción, puesto que tampoco era un bárbaro o una roca, solamente un misántropo con talento.
―As-Asther ―articuló descolocado cuando ella entreabrió los ojos y le chancó un errático y precario beso.
―Buenas madrugadas, mi príncipe acongojado ―saludó retozona y desdobló sus extremidades para espabilarse―. A veces, relego que los sábados son mis días favoritos, ¿cuál es el tuyo?
―No tengo uno. Son axiomáticos e irrevertibles, perecederos e intermitentes; en sí, relativos y aburridos ―explayó franco recogiendo los mechones que cubrían el fino haz de ella―. ¿Cómo me encontraste? ―objetó indiscreto.
―¿Reputarías si te digo que no poseo noción del cómo? ―Se adaptó a la postura de indio sobre el sofá, aquel en el que pasaron la noche abrigados por sus propios fervores mientras una manta vetusta les enfundaba las piernas.
Adler, que no se convenció con insensata contestación, la capturó de ambas muñecas y constriñó a que se enderezase. Era un diálogo entre dos cuerdos, no un soliloquio de un padre al hijo rebelde. ―Persigo una respuesta concisa, por favor, no te portes como una nena ―riñó adusto y la liberó de forzoso afianzamiento. Ella carcajeó.
―No, Ad ―negó comprensiva―. Olvido que mis sábados son mis días favoritos, porque no puedo recordar cosas sobre mí, sobre otros…
―¿Y cómo de mí no te olvidas? ―loó incrédulo. Él era así, un impío culto que se alborozaba de la debilidad en las fallas ajenas.
―Hace unos años cambié mi nombre, porque no quería ser Asther si no sabía quién era ella, no podía ser alguien que desconozco. Y estaba aterrada, ¿sabes lo pavoroso que es despertarse confundido? ―Encasquetó su mirada añil Pacífico en la azul Atlántico, una batalla oceánica y opresora en equivalencia. Sin embargo, sus labios danzaban limpios de dolor, apenas condescendientes con lo inexcusable que los doctores le advirtieron―. Me diagnosticaron Alzhéimer… Tal parece que es hereditario ―admitió encogiéndose de hombros.
―Tu léxico… Es que, no me cabe. ―Reflejó pasmo y tribulación―. Eres…
―El diccionario es mi amigo, porque… algunas acepciones se… entremezclan y no… no logro ¿endosarlas? Aún no ha afectado mi dicción, pero mis recuerdos más lejanos se han desparramados y… tengo alarmas en el móvil. ―Enseñó su celular y unos dientes centellantes―. Oye, borra esa cara, no estoy muriendo, solo que ahora debo vivir más rápido que el resto si quiero estar consciente de las maravillas que me depara la casualidad.
―¿Por qué acudir a mí? ¿Solicitas que alguien se haga cargo de tu savia, amuletos y cuentas cuando nadie quiera codearse con una presenil? ―arremetió inicuo. Era una bestia si se hablaba de altruismo, mas eso fue lo que adjudicó él, que ella apelaba a su servicio de caridad.
―¿Compasión? No, querido, eso es lo que tú infieres de ti en mí ―punzó―. Te propongo que nos plazcamos, como si las estaciones no surcasen tan despavoridas y falaces por nuestras clarividencias. Aunque, en particular, quiero que impidas que cada frase sea desamparada y aún encarne significados para mí ―declamó encandilada en sus entelequias―. ¿Qué son los ápices de ensueños y palabras vagas si no las concebimos? Tú estás confiscado de las alegrías y rarezas, yo estoy al borde de ser un gesto vacío, ¿por qué no nos llenamos mutuamente?
Adler estaba suspendido y urdido estudiándola a pormenores, su índice limaba su sien y su perspicacia se enfrascaba en un incierto. Aquella refutación elocuente fue prodigiosa para él. Sí, recusaba a Laia, ya que Asther era un apacible repaso de su adolescencia y ella, ella se había suprimido de lo teórico como de lo concreto; pero no era culpable de ello.
―¿Por qué acudir a mí? ―emuló y la ojeó sereno. Ella era hermosísima, deleitarse físicamente no era el inconveniente, pero su «estado» era como una discapacidad, ¿no? ¿Acaso se beneficiaría de ella? Podría ser soez para el rechazo social a las menudencias de la amistad y el compromiso romántico, mas aquello era un pacto con su austeridad pagana.
―Sé que estaba enamorada de ti. Y si es lo que puedo saber de mi pretérito más colindante, es debido a que eras alguien inmemorial para mí, además de inolvidable. Por eso, sospecho, conservaba la servilleta.
―¿Y si era para jamás perdonar la traición de un aliado? ―reviró.
―No te evoco a cabalidad ―exoneró allegándose ventajosa a él―. No obstante, cuando te vi, y cuanto te veo así. ―Tupió los párpados y tentó los pómulos filosos de Adler. Él se rindió ante ella y cató absorto cada delineación ininteligible sobre su alba tez―. Siento una efervescencia muy agradable aquí… ―Le tocó el abdomen trepando flojamente hasta su cuello―, como las burbujas de dióxido de carbono en una gaseosa que se remueven en mí por la presión de aquello que reacciona a ti, un líquido estático que me hace… ―Lo enfrentó con las pupilas ensanchadas― obedecer a la química de mi cuerpo ―musitó sobre su boca.