La odiaba tanto que el sentimiento más pestilente del mundo quedaba corto comparado a los intensos deseos de matarla que mantenía intactos en su corazón. La odiaba más que a sus excompañeras de escuela, esas tipas estúpidas que vivían jactándose de sus novios populares y guapos. La repulsión producida en ella resultaba más inmensa que el rechazo experimentado por los niños bufones del jardín. La odiaba con todas las fuerzas de su alma y viviría repudiando su existencia hasta el fin de los tiempos. Sencillamente odiaba al ser que le dio la vida.
Yūme tomó una profunda respiración y siguió caminando por los pasillos abarrotados de personas del aeropuerto mientras arrastraba las pocas valijas que logró sacar en su improvisada huida. Al voltear la mirada hacia el gran ventanal que se hallaba en la sala de espera, admiró la hermosura del nuevo día, aunque nada le importaba. Podía llover o granizar, incluso caer un meteorito sobre la corteza terrestre, pero nada la afectaría. Le daba igual el clima, las nuevas políticas de ley, los ascensos y descensos de la bolsa. Ninguna cosa buena o mala cambiaría las ideas repletas de odio que tenía.
A pesar de la pesadez en sus ojos, no tenía ganas de dormir. Cada vez que se disponía a descansar recordaba las palabras pronunciadas por la única persona en la que confiaba. ¿Cómo era posible que el rumbo de su vida hubiera cambiado tanto por una simple decisión? Ella no buscó espiarlos, pero su desobediencia le recordó que siempre debía hacerles caso a los mayores.
Como todos los años, ella fue a casa de sus tíos en Canadá para pasar las fiestas navideñas. Le gustaba convivir con ellos, participar en actividades costumbristas y tradicionales según la fecha era parte de su crianza, pero muy en el fondo quería desobedecerlos porque le urgía mandar un mensaje de felicitaciones destinado a su mejor amigo: Heechul, quien se encontraba alejado varias millas de distancia. Sin embargo, la tradición dictaba que esa noche era para la familia, los amigos podían esperar hasta el día siguiente.
En contra de su madre, tías y tíos; Yūme se dirigió al único lugar de la casa que contaba con una computadora de mesa; ella habría usado su celular en el baño, pero previendo esta idea, la tirana que tenía por madre ya se lo había decomisado. La chica fue a hurtadillas en dirección al despacho, asegurándose de estar sola, cerró la puerta y se dedicó a enviar el mensaje que con anticipación había escrito. Al acabar de enviar el mensaje, una nueva emoción se sumó a su lista de sensaciones no conocidas, se sentía una chica rebelde y malvada.
Sus ínfulas de malcriada se desvanecieron al oír pasos acercándose a ese cuarto de trabajo, mirando de un lado a otro, buscó escapatoria… Ya era tarde; las personas casi estaban dentro de aquella oficina. Yūme corrió, sorteando los muebles que obstaculizaban su paso y se escondió en el armario como pudo; el corazón le latía a mil por hora, ella pensaba que en cualquier momento este saldría volando de su pecho.
Por la puerta semiabierta descubrió a su madre y a su tío mirarse con una cólera inimaginable. No era un secreto que ellos dos se odiaban. Un largo periodo de silencio los envolvió para después dar paso a los gritos.
—¡No puedes seguir ocultando la verdad! —bufó el encolerizado hombre de no más de cuarenta años—. ¡Debes decirle todo ahora mismo o te juro que hablaré yo! ¡No es una simple advertencia! —la sonrisa irónica que esa mujer sostenía en los labios no desaparecía pese a las amenazas—. Te estoy dando la opción de elegir, así que no me hagas perder la paciencia.
—¿Crees que vas a amenazarme? ¿Acaso quieres más dinero? —dijo acariciando el lóbulo de su oreja—. A mí no me vas a chantajear con tus patéticas frases ensayadas ¿Me oyes estúpido?
—Sabes que soy capaz de decir lo que sé ahora mismo...
—No tienes las bolas suficientes para desafiarme —respondió convencida de su superioridad en el tema—. Ya deja esto, olvídalo, es cosa del pasado —ofuscada por la conversación decidió recostarse en el elegante sillón que ocupaba gran parte del centro del lugar.
—¿Cómo duermes por las noches? —preguntó él—. Si yo estuviera en tus zapatos dudo mucho que lograría pegar los ojos. No dormiría del remordimiento —el gesto desconcertado de la pelirrubia se convirtió en una carcajada—. ¿Acaso no tienes cargo de consciencia? — continuó. Aparentando estar ofendida, ella puso una mano sobre su pecho mientras imitaba gestos de su cuñado.
—No me hables de cargos de consciencia —replicó cansada del sermón—. Porque si empezamos a sacar nuestros trapitos al aire, estoy casi segura que tú perderías más que yo.
—¿Piensas que estoy jugando? No me subestimes —meneando la cabeza, sacó su móvil—. ¡Ya me harté de mantener la boca cerrada! Ahora mismo lo llamaré y le diré la verdad y cuando lo haga, tu teatrito se caerá —cruzando las piernas, ella le hizo una señal que le indicaba seguir.
Su vestido azul sobrio, ceñido a su esbelto cuerpo elegante, era la prueba que una mujer de su carácter no se dejaría amilanar por un hombre interesado que solo necesitaba más dinero.
—Díselo... Llámalo y cuéntale lo que quieras. En cuanto termines de lanzar tu veneno acumulado por años, juro que tu matrimonio se acabará con un solo tronar de mis dedos —el hombre dejó de apretar las teclas y tragó saliva. Esa mujer no se tentaría en decir lo que sabía. ¡Mierda, él no quería que su matrimonio acabara por sus errores del pasado! Sintiéndose un idiota manipulable guardó el celular dentro de su bolsillo—. Buen chico... Así me gusta, que seas obediente.
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Editado: 25.07.2021