Amaneceres rojos, atardeceres violetas

5. ¿Pesan mucho?

5. ¿Pesan mucho?

Le escuchaba relatar sus historias sin poder dejar de preguntarse quién era realmente aquel individuo y qué estaba haciendo allí. Siempre había pensado que los héroes de guerra vivían un retiro glorioso lleno de honores y comodidades, pero aquel no parecía ser el caso de Misha Morózov, esto es, si realmente era quien decía que era. Señaló una de las medallas que le colgaban del pecho, golpeándola suavemente con el dedo índice varias veces.

—Defensa de Stalingrado...

Los hombres le escuchaban absortos, las mujeres con muy poco interés. Abai se encontraba en la tercera fila de gente, junto a un hombre mayor que él que llevaba dos días viajando en el tren. Al otro lado, dos mujeres y un hombre jugaban a las cartas.

—Este pobre idiota vive para esto.

—¿Qué quiere decir?

Abai se mostró sorprendido ante el comentario de su compañero de viaje. Este dio una calada a su cigarrillo antes de responder.

—Que esto es a lo que se dedica. Viaja en el tren de un lado para otro contando historias de la guerra y mostrando sus medallas.

—¿Quiere decir que se pasa el día viajando?

—Yo creo que vive en el tren.

—¿En serio?

—Es la tercera vez que hago este viaje. Siempre está aquí contando sus historias.

Abai volvió a mirarle: de repente su gorra de plato, su vieja guerrera y sus medallas parecían un disfraz. Se imaginó que dentro de él habitaba un anciano delgado y frágil en calzoncillos y camiseta de tirantes. Sonreía con frecuencia y le brillaban los ojos.

—¿Son verdaderas sus historias?

—Quién sabe... No importa mucho, ¿no?

—No, supongo que no.

Pensó que podría haberse escapado de algún hospital psiquiátrico, o quizá ya le habían dado el alta hospitalaria. “Cómo es posible que alguien viva en un tren... Si es veterano de guerra tendrá el pasaje gratis... ¿Y su familia?... Quizá no tiene familia. Tampoco hace mal a nadie...”. Empezó a parecerle un pobre viejo olvidado, un poco chiflado, necesitado de atención. Seguramente sus historias eran reales, como sus medallas, con pequeños cambios aquí y allá, alguna exageración, alguna omisión...

Lo cierto es que Mijaíl Morózov se alistó en el ejército en la primavera de 1942 y permaneció en él hasta el otoño de 1967. Consiguió, por sus méritos, una buena jubilación, temprana y con derecho a disfrute de un pequeño apartamento de una habitación en la “Ciudad de Veteranos de Guerra”, en la recién creada Manqdash, a orillas del mar Caspio. Nunca se casó, su verdadera familia había sido el ejército, pero se aburría enormemente en su nueva vida. Pronto se dio cuenta de que no le gustaba la playa ni dar largos paseos a la orilla del mar, así que se dedicaba a ver la televisión durante horas y horas en el salón del veterano y a beber vodka. Un día tuvo que viajar en tren a Chelyabinsk. Se puso sus mejores galas a pesar de que el viaje duraba días: echaba de menos el respeto que infundía su uniforme en la población civil. Viajaba orgulloso, enfundado en su flamante uniforme, impasible ante las miradas del público, aparentando indiferencia. Un niño de diez años se sentó frente a él. No le quitaba ojo de encima, en particular a la colección de medallas que lucía en el pecho. A Misha Morózov le pareció demasiado descarado y buscó a la madre con la mirada, sentada junto al niño, como si esta pudiera leer sus pensamientos y así reprender a tan descarado mocoso, pero antes de que esta pudiera devolverle la mirada, el niño le lanzó una pregunta.

—¿Pesan mucho?

Le dejó perplejo. Esperaba, si era el caso, otro tipo de pregunta, como “¿es usted un héroe?”, “¿Ha estado en la guerra?”, “¿Cómo ha ganado tantas medallas?” o algo similar.

—Eh... no, pesan muy poco.

Respondió con seriedad, seco y conciso. Quería manifestar, sin decirlo expresamente, que no le importunara con tonterías. El niño captó enseguida el mensaje implícito y bajó la mirada avergonzado, pero algo provocó aquel gesto infantil en el corazón de Morózov, que le hizo sentir pena por el muchacho. Era un niño curioso, como todos, pero también valiente y de sentimientos nobles.

—No pesan mucho pero cuesta mucho ganarlas.

El niño levantó la mirada y se le iluminó la cara. Morózov casi sonrió. Se había convertido en un hombre tosco y algo vanidoso.

—¿Las ha ganado en la guerra?

—Algunas.

—¿En la guerra mundial?

—Esa misma. ¿Qué sabes tú de la guerra?

Comenzó a charlar con el muchacho y a sentirse a gusto respondiendo a sus preguntas. Se fue distendiendo. Se dio cuenta de que sus relatos atraían la atención de otros pasajeros, al principio tímidamente, luego ya sin disimular su interés se giraban a escuchar al uniformado militar. Algunas personas sentadas en zonas contiguas también se acercaron a escucharle. Se convirtió, en unas horas, en un pasajero famoso, la atracción del tren. Fue tal la seducción de aquella experiencia, que estuvo deseando que terminaran en Chelyabinsk los festejos del vigesimoquinto aniversario del fin de la guerra para volver al tren a repetir tan emocionante vivencia. Ocurrió lo mismo en el viaje de vuelta: él relatando historias ante una improvisada audiencia entregada. Descubrió un talento oculto: el de narrador. Comenzó a darse cuenta de qué partes del relato gustaban más, aprendió a recrearse en detalles, adornarlos de fantasía, el recuerdo se desdibujaba en favor de la ficción. Cuando el tren llegó de vuelta a Manqdash no tenía el menor deseo de volver a su aburrido retiro. Así que, aprovechando su pasaje gratuito como veterano de guerra, se dedicó en los meses siguientes a realizar el trayecto Manqdash-Chelyabinsk-Manqdash con el mero propósito de contar sus experiencias, sus aventuras, mitad ficción, mitad realidad. Y los meses se convirtieron en años, hasta que prácticamente hizo del tren su casa.



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En el texto hay: viaje, voluntad, pescador

Editado: 27.12.2022

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