«Debemos llegar a las camionetas», dije observando meticulosamente a cada uno de los reunidos.
Samuel el administrador, Leandro y Ladislao trabajadores de la hacienda muy amigos, el primero voluntarioso y sensato pero el otro un perfecto cretino; Fátima llegó trayendonos café con roscas de maiz que soltaban un agradable olor, el profesor fue el primero en avalanzarse sobre las deliciosas roscas. Nos servimos alegremente pensando que posiblemente sea nuestra última comida juntos.
Los cadáveres andantes rodeaban la casona como hormigas en un pic nic y agolpados al otro lado de la puerta principal la aporreaban arritmicamente, el ulular de sus gemidos nos tenía por demás alertas y angustiados.
Pasaron tres días desde que la televisión dejó de emitir su señal al igual que la radio, tres días en los que Donna se encerró en su habitación. Estaba pálida, su hermoso cabello rubio era una maraña descuidada y sus impresionantes ojos negros estaban inyectados de sangre por la falta de sueño, evidentemente las circunstancias pudieron más que su carácter dominante. Le llevé café y roscas obligándole literalmente a comer, porque debíamos reunirnos todos para tomar decisiones.
—¿Ya supiste que el mayor optimista del mundo se cayó de una ventana del piso 79? Y al pasar por el piso 20 lo oyeron gritar «¡Hasta ahora todo va muy bien!»
—No intentes hacerme reír. Me haces sentir fatal, solo quiero un momento para mí —. Yo la entiendo, esta en una tierra ajena, su familia desaparecida y vivimos un caos apocalíptico.
—Quiero ayudar, sólo intento reconfortarte —. Aclaro con mucho tacto a la vez que le acomodo su dorado cabello.
—Cesar —dice —, por favor prométeme que nunca me dejarás.
—Bien sabes que te amo, daría mi vida por vos.
—¡Prometemelo!
—Lo prometo.
—Y piensa como harás feliz a tu futura esposa.
—Vaya faenita —. Le respondo.
—¡Che boludo que hablo en serio! —. La conozco demasiado. Cuando se enoja hay que obedecer sumisamente o se desata su furia con indirectas.
—Si, de acuerdo vos sabes que lo haré.
—¡¿Harás qué?!
—Ya sabes.
—Me harás feliz —dice —¿Te refieres a eso?
—Me refiero a que lo prometo.
Cuando entramos a la sala de reuniones el profesor terminaba de relatar su desafortunado encuentro con los engendros.
«... todavía la normalidad existía, apenas había tocado el timbre del recreo y los niños jugaban en el patio, cuando llegaron los muertos y nada se pudo hacer, era el infierno en la tierra, porque ver a los difuntos putrefactos andando y lanzando espeluznantes lamentos cargados de odio era terrorífico y paralizante, los profesores tratamos de proteger a los alumnos pero nada podíamos hacer frente a una turba de malditos engendros, algunos niños lograron huir internandose en el monte, pero a la mayoría les pasó lo peor pues yo vi con estos mis ojos que van a comerse los gusanos como esos diablos los agarraban y descuartizaban con sus inmundas manos sin ninguna misericordia y se los comían...», el profesor lloró amargamente.
Nuestro plan era básicamente distraer a los muertos para tomar las camionetas que estaban del lado derecho de la mansión, 500 metros adelante en unos garajes que servían como taller mecánico para los tractores.
Lanzaremos unas bengalas para llamar la atención de los monstruos y cuando la entrada esté libre todos iremos hacia los garajes. No soy amigo de las armas por lo que solo el administrador cuenta con un revolver. Pero cada uno tendrá un arma, el profesor cuenta con un machete,Fátima y Donna dos amenazantes martillos. Leandro y Ladislao también con su respectivo machete y yo mi plateada llave inglesa.