—Ya deja de temblar —entonó con una sonrisa enloquecida—, solo te di un sustito por no dejarme cazar.
¡¿Un sustito?! Méndiga vieja que casi la mató de un infarto. Debía verificar si no se hizo en los interiores por culpa de su sustito.
—Perdóneme por haberla interrumpido.
—¿Qué haces en mis tierras? No eres de por aquí, hablas mal —opinó ella con tono autoritario.
—Yo me quedo en la cabaña de caza de la propiedad de Travis Teasdale.
—¿Dijiste Travis? —preguntó sorprendida la mujer—. ¿Por qué no te trajo a presentarte? —Se le acercó y la agarró del brazo.
—Se ofreció, pero yo dije que iba a venir a conocer a lady Seraphine que vive por aquí, imagino que debe estar enferma, por eso que no sale mucho.
—¿Le creíste a Travis? —rio con una risa musical y educada—. Querida, yo soy lady Seraphine —aclaró divertida.
—Oh, mi Dios, lo siento, Milady —se disculpó.
—Ni te preocupes. No te lo hubieras imaginado, si ya hasta me imaginaste como una inválida —comentó con tono reprobatorio, mas emotivo.
—Perdón, lo siento tanto, primero invado sus tierras y luego la insulto.
—Hace tiempo que no amenazaba a nadie con mi rifle, esto ha sido gratificante, se oye perverso, pero me divierto a costillas de los demás de vez en cuando —confesó lady Seraphine—. ¡Albert! —llamó, casi dejó sorda a Milena.
Un hombre vestido con traje de pingüino apareció de entre los matorrales.
—Dígame, Excelencia.
—Toma mi rifle. —Se lo arrojó con descuido. El hombre con miedo lo pudo agarrar y descargarlo.
—¿Cómo te llamas? —Le sonrió.
Aquella mujer no paraba de sonreír un minuto, al parecer vivía contenta y era de cierta forma agradable.
—Milena, Milady.
—¡Milena! Qué hermoso nombre, llegaste justo a tiempo para el almuerzo.
—No, no, no. No se moleste, lady Seraphine, por favor, no quiero molestarla ni incomodarla, solo quería conocerla y tomarme un té.
—Te ofrezco algo mejor que un té, ¡un almuerzo! —ofreció rebosando de vitalidad, para nada era como se la imaginó—, mi diccionario no conoce las negativas a las invitaciones, jamás debes desairar a una duquesa.
—Está bien, acepto. —Le devolvió la sonrisa.
—¡Ya pensaba que eras una amargada! No lo pareces. Quiero que me cuentes cómo conociste a mi querido sobrino Travis.
—¿Es su sobrino? —curioseó desconcertada.
—¿No te lo dijo? Eso me hace pensar que se avergüenza de su familia.
Alguien le debía muchas explicaciones y su nombre empezaba con T.
—No lo creo, Milady, él insistió en acompañarme —relató mientras ambas caminaban hacia un carrito como el que usaban en los campos de golf—, pero yo como le dije, pensé que podía sola.
—Sube niña... ¡tú también, Albert!
El hombre asustado se sentó en el asiento trasero y se atajó como pudo. Milena pensó que aquello no era una buena señal y lo comprobó en el momento que lady Seraphine aceleró el carrito.
—Anda, cuéntame cómo lo conociste —indagó la entusiasta mujer.
—Yo lo conocí por Internet. ¡Cuidado con esas ramas, lady Seraphine! —advirtió asustada. Aquella dama era la peor conductora de Inglaterra.
—¡Por internet! Qué forma más rara de conocer gente, pensé que solo los pervertidos usaban ese instrumento para conocerse, ya sabes, todo sin compromiso —opinó, la miró y no su camino.
¡Cristo crucificado! Iban a matarse. A Milena no le quedó más que seguir pegada como garrapata al chasis del carrito.
—¡¿De dónde vienes?! —siguió aún lady Seraphine, manejando.
Milena miró el camino en lugar de la duquesa, solo quería saber cosas.
—Ve-Vengo de América. De un país... pequeño —gritó cuando cayeron en un pequeño bache—, se llama Paraguay. Por favor, lady Seraphine, mire su camino.
—Mmm, cuando yo era joven, Alemania aún se dividía en dos partes —recordó y soltó el volante—, creo que debo repasar el mapa de la tierra.
—¡El volante!
—Mujer de poca fe, soy una profesional, ¿verdad, Albert? —inquirió ella sin recibir respuesta—. ¿Albert?
Ambas se fijaron atrás y Albert ya no estaba, se había caído. La duquesa frenó con brusquedad del carrito y lo puso en reversa. Iban en reversa a toda marcha.
—¡Excelencia, más lento!
—¿Qué haces ahí, Albert? Corre —ordenó al frenar.
El pobre Albert con el rifle en la mano corrió con cojera.
Milena pensó en lo desesperado que estaría Alexander si hubiera permanecido solo cinco minutos en ese carrito.
—Disculpe, excelencia, qué torpeza, terminé cayendo —se excusó el empleado, se subió para dirigirse a la mansión.
No podía culpar al hombre, era seguro de que quería conservar su empleo. Ella ya le hubiera cantando sus cuarenta, pero también se callaba, la duquesa era simpática y de cierta forma agradable.