El olor a café inunda mis fosas nasales y me saca del hermoso sueño que estaba teniendo. Sin embargo, me niego a abrir los ojos porque no quiero dejar de soñar. En él, estaba besándome con Rhys, probando su boca por primera vez. Fue, madre mía, ni siquiera tengo palabras para describir lo que sentí mientras su lengua me invadía, sus manos me recorrían con necesidad y nuestros gemidos entonaban como una hermosa melodía de amor que embriagaba mis sentidos y me dejaba aturdida. Fue mi primer beso y puedo asegurar con letras mayúsculas y resaltadas en negrita, que fue más de lo que me imaginaba.
Hay mucha más claridad que la acostumbrada en mi habitación, así que tiro de la sábana y cubro mi cabeza para espantar la luz del sol. Por más que lo intento, ya no pudo retomarlo. Bufo, con enojo, porque sueños tan reales como esos, pocas veces se dan.
―El desayuno está listo, Andrea ―en cuanto escucho aquella voz, suelto un jadeo de sorpresa y abro los ojos como platos chinos, casi al mismo tiempo en que me eyecto a la velocidad del estallido de un rayo que por poco me envía directo contra el techo. Los latidos de mi corazón se precipitan a trompicones, lo mismo que mi respiración. ¿Qué demonios está pasando? Con la mirada borrosa y la maraña de pelos tapándome la cara, roto la cabeza en todas direcciones como una poseída y hasta entonces es que soy consciente del lugar en el que estoy―. ¿Cómo amaneciste?
Sigo el sonido de aquella voz y dirijo la mirada hacia el lugar de procedencia. Por poco me atraganto con mi propia saliva. No era un sueño. Rhys está moviéndose con total seguridad y dominio alrededor de la cocina, trasteando entre las ollas y rebuscando en los gabinetes de la despensa.
―¿Bien?
Contesto con un hilillo de voz. Completamente aturdida y oculta tras la cortina de cabellos dorados. Gira la cara para mirarme por encima de su hombro y por poco sufro un desmayo a causa de esa sonrisa preciosa que tira de las esquinas de su boca e ilumina tanto como los rayos del sol.
―Puedes subir al segundo piso y usar mi baño, en el caso de que necesites hacerlo, o usar el que está por ese pasillo a la izquierda ―me señala con su dedo índice―. Hay cepillos dentales nuevos en la gaveta del lavabo y toallas limpias en el gabinete.
Creo que acabo de sufrir una especie de crisis catatónica. Mis músculos han quedado paralizados y tengo adormecimiento mental. Al ver que no contesto, decide acercarse. Deja sobre la encimera lo que tiene en las manos y camina en mi dirección. Mis globos oculares son los únicos que pueden moverse, así que vigilo sus movimientos mientras reduce la distancia que nos separa.
Mis pulmones se quedan sin aire al ver la manera en que va vestido. Lleva puesta una camiseta blanca sin mangas que deja expuestos sus brazos fuertes y musculosos, un pantalón de chándal que cuelga de sus caderas delgadas, el cabello húmedo y los pies descalzos. Sin embargo, lo que más me llama la atención son los trazos de tinta negra que se extienden desde su hombro izquierdo hasta la mitad de su brazo. Jamás lo imaginé como un hombre de tatuajes.
Se acuclilla frente a mí, eleva la mano para apartar el cabello de mi rostro y lo mete detrás de mi oreja. El roce de sus dedos envía escalofríos por toda mi piel.
―¿Tienes resaca? ―ahora que lo noto, siento punzadas en mi corteza cerebral. Así que asiento en respuesta―. Hoy parece que no estás muy habladora, ¿cierto?
El rubor se extiende por mis mejillas.
―Sí, me duele un poco.
Mi voz se escucha demasiado ronca y la simple pronunciación de aquella corta frase retumba dentro de mi cerebro. Sonríe de nuevo y me da un ligero toquecito en la nariz con la punta de su dedo, antes de ponerse de pie. Hoy está en modo juguetón.
―Iré por analgésicos y un poco de agua.
Me fascina este otro lado de su personalidad. Es la primera vez que lo veo actuar con tanta naturalidad. Parece otro hombre sin sus acostumbrados trajes de diseñador. Incluso, se ve más jovial y menos riguroso, aunque sigue conservando esa actitud de hombre poderoso que lo diferencia de los demás.
Sigo sentada en el mueble, observándolo desde la distancia hasta que desaparece por el mismo corredor que acaba de señalarme. Solo hasta ese momento permito que mis pulmones vuelvan a funcionar con normalidad. Llevo la palma de la mano hasta mi pecho y, con los ojos cerrados, inhalo profundo. Necesito recuperar la calma antes de que regrese y recordar lo que sucedió después de aquel beso que nos dimos.
Las mariposas revolotean agitadas y ansiosas en el fondo de mi estómago solo con la mención de aquel suceso. Sonrío de felicidad. Han pasado muchas cosas desde que vi a Rhys por primera vez. En aquel entonces era una jovencita enamorada que vivía con la ilusión de su primer enamoramiento. Y, aunque sabía que era un imposible, nunca perdió la fe. ¿Quién podría creer que ahora estoy aquí? Trabajando codo a codo junto al único hombre al que he amado en toda mi vida, instalada en el sillón de su sala y a punto de convertir todos mis sueños en realidad. Elevo la mano y acaricio mis labios.
―Siempre has sido tú, Rhys.
Susurro en voz baja mientras escucho los incesantes latidos de mi corazón.
―Creo que con dos de estas será suficiente.
Pego tal brinco del susto que me llevo, que me caigo del sillón y aterrizo sobre la alfombra.