Amor y guerra

Capítulo 7. Herir.

“Quiero que te escueza tanto que te quieras arrancar la piel, que la herida nunca cierre, que la sal te ayude a comprender.”

-Maldiciones comunes de Julio de la Rosa.

 

Capítulo 7.

Herir.

(Escrito por: PauletteAlegre)

 

La ardua jornada de Robert había finalizado. Amaba su trabajo, pero hacerlo con niños resultaba un poco estresante, se requería de paciencia y energía. Los pequeños lo miraban con admiración, lo consideraban un ser mágico que regalaba globos maravillosos. Por eso, él no les quería fallar, siempre los recibía con una amplia sonrisa aunque por dentro estuviese destrozado.

Observó la hora en su reloj de muñeca, aún era temprano. Le pareció buena idea ir a Fado, el bar al que siempre asistía. Necesitaba ingerir algún tipo de alimento y tomarse cuantas cervezas pudiera. Su pésimo estado de ánimo le pedía a gritos que se emborrachara para olvidar por un instante todas sus desgracias. Antes quería pasar por su casa a darse un baño, su olor a transpiración espantaba a cualquiera.

Transitaba por el camino de tierra que lo llevaba a su hogar, no se encontraba desolado, había algunos infantes jugueteando. Eran los mismos que recurrían al parque, solo que no lo reconocían por la falta de maquillaje en el rostro. Sin él solo era un hombre solitario, triste y amargado. La falsa felicidad la dejaba cuando se sacaba el disfraz de payado.

 Recordó con anhelo los momentos en los que verdaderamente fue feliz.

Apenas ingresó a la vivienda, se encaminó con paso firme hacia el altillo. Era un lugar que tenía descuidado, lleno de tierra y cosas viejas. Solamente se adentraba en ese rincón cuando precisaba volver al pasado, a esos tiempos donde su risa era genuina.

Elisabeth; la dueña de sus mejores años de vida.

Se acercó a un mueble de color azul. Al abrir uno de los cajones, tosió por el polvillo que se había levantado. Sacó una caja rectangular y la apoyó sobre un sillón. Tomó asiento y empezó a vaciar todo el interior. Eran fotos y cartas de su amada. Miró todas las fotografías mientras una lágrima le recorría la mejilla, se tomaban la mayor cantidad posible, eran contadas las veces que podían organizar un encuentro a solas. Revisando los sobres encontró uno que llamó su atención, estaba cerrado. Se preguntaba por qué no lo había abierto, en su mente intentaba encontrar el motivo por el cual lo pasó por alto. Sin pensarlo dos veces, rompió el papel y extrajo cuatro hojas.

“Querido Robert: No puedo explicar lo mucho que te pienso. Anhelo con todo mi ser tenerte a mi lado, me encuentro sumergida en una tristeza enorme con un matrimonio del cual quiero salir corriendo. Me siento sola, estoy sola. No le recomiendo a ninguna mujer casarse con un militar, es lo peor del universo. Mi sueño era recibir a mi marido cada vez que llegara a casa después de su jornada laboral, pero con Normal eso no se puede. Él nunca está.

Sigo soñando con ello, solo que ahora lo hago contigo.

No tengo nada nuevo ni interesante que contarte, sin embargo, te quería mostrar algo. Hace una par de días estaba sentada en el patio y se me acercó Bernice, mi vecina de cinco años. Me regaló unos dibujitos que hizo, me agarró una enorme ternura cuando los vi.

No puedo parar de pensar que ella podría ser fruto de nuestro amor. Imagínate tener una niñita correteando alrededor nuestro y llenándonos de sus obras de arte. Sería hermoso.

Siempre tuya, Elisabeth”.

 Robert tomó el resto de las hojas, allí se plasmaban varios dibujos infantiles tales como le contó Elisabeth. El que más le gustó fue el de un paisaje. Decidió colgarlos en el techo del altillo, le darían un toque de color a ese sitio sombrío.

Luego, finalmente, se dio una ducha y salió al mundo exterior.

En otra parte, Maderin se encontraba cansada de recorrer los bares de la zona. Había bastantes y casi todos rebalsados de gente. Cada vez que entraba a uno, observaba detenidamente persona por persona. Debía hallar a ese payaso.  Él era indispensable para obtener información de la lacra que le arrebató a su hermano.

Tras descansar un largo rato sus piernas en el banco de una plaza, siguió en marcha con el objetivo.

 Justo al frente de ella se ubicaba Fado, un bar que tenía pinta de tranquilo. Entró, tomó asiento en uno de los taburetes y esperó a que una moza la atendiera. Esta vez sí pediría algo, anteriormente se dedicaba a hacer lo suyo y se retiraba. Con disimulo, contempló el entorno en busca de aquel hombre que podría ayudarla a cobrar venganza.




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