Amor y guerra

Capítulo 12.

 Capítulo 12.

 

 (Escrito por amontero1791)

 

 

Robert entró en su casa con el corazón a punto de estallar por culpa del esfuerzo realizado. Corrió y corrió sin parar, sin mirar atrás, como alma que lleva el diablo cuando se dio cuenta de que Norman y aquel acompañante intentaban darle caza tras descubrirle en la distancia.

Cerró la puerta angustiado, girando de manera compulsiva los cuatro cerrojos de seguridad. Siempre mantenía las persianas de las ventanas medio cerradas, con lo que las habitaciones de su hogar se encontraban permanentemente sumergidas bajo una oscura penumbra que en ese momento se quebraba cuando el peculiar payaso levantó de manera leve las láminas de la cortina con la intención de comprobar si lo habían seguido.

Así estuvo durante al menos media hora larga, con una respiración pesada e irregular víctima del pánico y mártir de la ansiedad. Aquel exmilitar ya había intentado matarle una vez y era obvio que lo volvería a tantear las veces que fueran necesarias hasta cumplir con el objetivo. En ese instante, Robert comprendió que jamás lograría vivir tranquilo, que tendría que vigilar constantemente sus espaldas, que debería identificar cada sombra escondida en la noche para descubrir si esa era su verdugo. En ese instante, el frágil hombre escondido bajo una falsa máscara de payaso, entendió que tendría que pasar al ataque, que no le quedaba otra opción que matar de una vez por todas al que había sido durante toda la vida el marido de su gran y único amor Elisabeth.

El problema era que dudaba seriamente que fuera capaz de apretar el gatillo de su escopeta llegado el momento. Sin embargo, por otro lado era plenamente consciente de que era su obligación. No podía permitir que aquella joven rebosante de ira con el nombre de Maderin, fuera la persona responsable de su propia venganza. Cierto que durante unos segundo meditó sobre aquella retorcida posibilidad. Utilizar a esa niña como arma letal. No obstante, haber tomado aquel camino le hubiese atormentado hasta el fin de sus días; y ese sufrimiento era mil veces peor que la sed de sangre de Norman Miller.

Con el paso de los minutos, su presión arterial empezó a estabilizarse y el miedo poco a poco se fue disipando. Se apartó de la ventana una vez que estuvo seguro de que tanto Norman como su acompañante no le habían seguido y se dirigió hacia su dormitorio, donde abrió directamente el armario. Se quedó durante unos segundos observando reflexivo sus disfraces de payaso colgados en la barra de madera; todo un conjunto de ropa tiritera que convivía con la normal. Vestimenta de colores chillones que evidenciaban en lo que se había convertido su propia vida, que no era otra cosa que una dramática farándula cuyo final jamás sería feliz.

Irritado por aquellos pensamientos, metió un manotazo y apartó todo de manera violenta. Apretó una pequeña palanca y al instante el fondo de dicho armario cedió, dando acceso a un diminuto habitáculo donde sólo cabía él y poco más. Se sentó con las piernas cruzadas y encendió una bombilla colgada de un único cable del bajo techo.

El lugar era como una especie de santuario. Un diminuto templo destinado a recordar sus mejores años. Un sitio creado para hablar con su gran amor estuviera donde estuviese, porque él sabía que la hermosa Elisabeth le escuchaba aunque se encontrara muerta.

Una enorme foto de ella reinaba con autoridad la pared. Allí estaba sola, mirando inocente con aquellos enormes ojos que emanaban pureza y ternura al mismo tiempo, dotados de un azul tan intenso, que parecían el mismísimo cielo donde debía de estar descansando durante toda la eternidad. Sonreía a la cámara de manera sutil, dando a entender que se sentía tan feliz, que lo único que deseaba era parar el reloj para que aquel instante no finalizara jamás. Su pelo rizado y negro como el carbón le cubría unos hombros que se encontraban desnudos gracias a un veraniego vestido de tirantes anaranjado con estampado floral. De los laterales del marco de dicha foto colgaban objetos de diferente naturaleza pertenecientes a ella; tales como pulseras, colgantes y recuerdos de múltiples e inolvidables escapadas románticas con Robert.

Tras contemplar durante un buen rato la foto de su irremplazable amada, salió del secreto habitáculo y cerró el fondo del armario de nuevo para ocultarlo. No obstante, antes de abandonar su dormitorio, se asomó por debajo de la cama y de allí sacó una larga caja rectangular.

Muy pocas veces había disparado con aquella escopeta Benelli de calibre doce; igual cuatro cinco a lo sumo cuando se la compró. Al payaso no le gustaban las armas pero todo el mundo tenía al menos una para poder protegerse en el hogar gracias a la segunda enmienda de la Constitución americana. Independientemente de la falta de uso, la escopeta se encontraba en inmejorables condiciones porque siempre la había cuidado de manera meticulosa.

La metió en una bolsa de deporte junto a una caja de balas y tras ponerse una sudadera negra con capucha, se encaminó al coche con el propósito de dirigirse al domicilio de Norman Miller; una dirección que conocía a la perfección porque el capitán de los Marines siempre había vivido en ella.




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