El correo llega temprano a la residencia de la familia Sherwood, una mansión de tres plantas con anchos ventanales y una escalinata al frente que da a la entrada principal. Sin duda una construcción reflejo de la fortuna que corresponde a su propietario y ubicada en una de las avenidas más exclusivas y costosas de la metrópoli neoyorquina. La mayoría de las cartas recibidas están dirigidas al patriarca. Ante su ausencia, el montón de correspondencia es dejado en una pila perfectamente acomodada en el escritorio de su despacho.
Son pocas y contadas las ocasiones en que Emily ha entrado a ese espacio tan personal y dominio entero de su padre, y siempre cuando él se encuentra presente. Sin embargo, enterarse por casualidad que el remitente de una de las cartas es Andrew Green dispara su ansiedad a niveles inusitados. Movida por la curiosidad y el inevitable deseo de tener noticias de su prometido, entra con extremo cuidado en el despacho. Sarah vigila afuera, pendiente de que nadie atestigüe el atrevimiento de la heredera Sherwood.
Nerviosa por su intromisión, la joven busca entre la infinidad de cartas aquella que tenga el nombre de Andrew estampado en el sobre. La labor no resulta sencilla y teme ser descubierta, sus manos tiemblan y el corazón en su pecho salta acelerado. Por fortuna y luego de haber leído varios remitentes, encuentra lo que busca. La toma sin más y corre afuera del sitio antes de ser descubierta. Apenas cree su insolencia, siempre ha sido obediente y respetuosa de las reglas impuestas por sus padres; una de ellas, la principal de su progenitor es no tocar sus pertenencias y mucho menos, entrar a su despacho sin haber sido llamada por él. No obstante, necesita saber de Andrew, las últimas semanas la angustia ha hecho que su corazón se sobresalte en más de una ocasión ante la idea de no volver a verlo. Teme más que cuando él partió a la guerra y poco puede hacer por luchar contra ese sentimiento de desolación.
Sarah está esperándola a los pies la escalera por la que se sube al segundo piso. Como una leal centinela, monta guardia afuera de la ancha entrada que da a la antesala del despacho de George Sherwood. Sus ojos oscuros se achican al percibir cualquier ruido y no deja de ver en toda dirección. Suspira aliviada cuando la rubia sale al fin y le indica con una seña que ha tenido éxito. Ambas suben las escaleras de puntillas, una detrás de la otra y sin atreverse a decir palabra hasta estar en la seguridad de la alcoba de Emily.
Ella aprieta contra su pecho la carta de su amado y un atisbo de orgullo la llena pensando que su padre no la cree capaz de tal desobediencia. No en vano ha repetido en incontables ocasiones que la considera una mujer sin carácter que gracias a la providencia nació con un bonito rostro, carente de otra virtud. Cada día de su vida ha escuchado críticas paternas que esconden el deseo frustrado de George Sherwood por el heredero varón al que se imaginó enseñando a dirigir su próspero negocio. Para desgracia de la familia, ninguno de los otros embarazos que concibió su madre, antes o después de ella, logró llegar a un feliz término.
Antes de abrir el valioso sobre, respira hondo para recuperar el aliento que perdió en la huida. Lleva la carta a su boca y la besa con devoción. Sarah la mira enternecida, recargada en la puerta que acaba de cerrar e igual de cansada.
—¿La abrirás? —cuestiona al verla mirando las letras que indican el remitente de la misiva, acariciando con los dedos la caligrafía masculina de Andrew. Pasados unos instantes, recibe la respuesta con un asentimiento —. Espera, antes de que lo hagas, prométeme que diga lo que diga no dejarás que te haga sufrir.
—Sarah… —dice, conmovida por la preocupación de su leal compañera.
—No quiero verte llorar por nadie, ni por él. Bastante es tenerlo que esperar tantos años.
—Te lo prometo si eso te tranquiliza.
Abre el sobre y lee la carta de pie. La emoción le salta al rostro e ignora el mal presentimiento que le punza en el pecho. Quiere ignorar ese sentimiento y creer que pronto regresará a cumplir el compromiso. Cualquier noticia le basta para renovar la esperanza de que un día sea la esposa de Andrew Green. A medida que avanza en la lectura, la alegría del correcto saludo de las primeras líneas se torna en una desesperanza que agita su respiración y cierra sus oídos. Solo logra escuchar el golpeteo atronador de sus latidos.
Para cuando llega a la fría despedida siente que el peso del mundo entero se le viene encima. Mira a su compañera con los ojos humedecidos y el gesto compungido. Quiere estallar en llanto. Sarah llega hasta ella y la sostiene del brazo, con suavidad la lleva hasta la silla victoriana que adorna la habitación, luego acerca un vaso de agua que ella rechaza. Su peor pesadilla se le vuelve una realidad irremediable.
¿Qué hizo para merecer que Andrew tomara esa decisión? Le duele que no haya considerado darle la noticia de frente, tan poco vale para él. Nunca la quiso, bien lo expresa en su carta. No cree que pueda hacerlo feliz y está convencido que ella no será feliz a su lado. Repasa en su cabeza su último encuentro, sabe que su comportamiento debió ser para él como una bofetada.
¿Por qué no tuvo el valor de decirle cuánto lo ama? Se repite una y mil veces que lo ha perdido. Aunque tras tomar aire con entrecortadas inhalaciones, reconoce que su afecto nunca fue suyo. Nada hizo para que lo fuera más allá de dejarse llevar por los planes de los padres de ambos. Una mera alianza de negocios que convino a sus sentimientos. Andrew ha sido honesto con lo que siente, en sus palabras no hay farsa ni falsas pretensiones, simplemente el deseo de hacer lo correcto. Él hizo lo que ella no ha logrado. Lo admira con ferviente amor. Saber que no lo volverá a ver le rompe el corazón. La promesa de un futuro a su lado se hace añicos y la humedad en sus ojos escapa sin remedio.