Amor y guerra

Capítulo 11. Emboscada

Las Ánimas, una hacienda de varias hectáreas destinadas en su mayoría a la cría de ganado y la segunda propiedad más importante de la familia Aranda, fuente en gran medida de su riqueza. El que sea un sitio poco agradable para habitar ha hecho que la frecuenten poco, carece de la casa señorial de San Gregorio y tampoco cuenta con una hermosa y tupida arboleda para pasear. Únicamente alberga una finca sencilla en la que viven los criados y peones que se encargan del lugar. Por ser territorios colindantes es fácil administrarla desde San Gregorio sin necesidad de permanecer ahí, se ha hecho por generaciones. La responsabilidad de su buen funcionamiento recae casi por entero sobre el caporal a cargo: Félix Méndez, un personaje sombrío.

A Rodrigo le desagrada, pero ha hecho un buen trabajo como caporal y le parece motivo suficiente para intentar soportarlo. Sin embargo, le resulta difícil mostrarse tolerante ante sus comentarios mordaces y la violencia innecesaria con la que trata a los peones. Lo incomoda sobre todo su desagradable y casi constante aliento de ebrio, el olor a licor que emana del hombre es repugnante. Lo agota, en varias ocasiones ha reñido con él a causa de sus malos hábitos, en ese preciso momento no desea prestarle más atención que la necesaria para resolver el robo de ganado que ha asolado las últimas semanas la tierra que administra.

Ambos hombres cabalgan juntos en silencio. Desde la muerte de Joaquín el caos se ha ido apoderando de a poco de San Gregorio y Las Ánimas. Rodrigo se ha ausentado más de lo conveniente en aras de encontrar al abogado de Joaquín, tampoco ha logrado dar con su médico. Desaparecieron y su única esperanza es una tambaleante pista que lo conduce irremediablemente a la capital. Viajar sin embargo es algo que no puede permitirse. A duras penas Andrew y él han logrado contener la serie de inconvenientes derivados de la falta de testamento de Joaquín. Mil veces se ha cuestionado las decisiones de su amigo, la mayoría erradas para él, no entiende cómo permitió que el tiempo transcurriera sin reconocer a su hija.

Cuando Joaquín enviudó, Alma apenas era una criatura de un año de vida, y Amparo seguía amándolo tanto como cuando se conocieron. Pero para él, la hacienda de San Gregorio y todo lo que representaba era como una maldición que lo perseguía. Siempre fue supersticioso y estaba convencido de que su herencia cargaba con la desgracia a quién la poseía, jamás quiso llevar ahí a la mujer que amaba y a su hija. Tal vez fue por la infelicidad que significó en su vida, a eso se sumaron las palabras de su esposa al morir, haciéndole jurar que no buscaría a la que fue su amante o condenaría el alma del no nato que creía su hijo.

Al final, el padre de Alma cometió el último error al no confiar en él para resguardar el testamento que se haría válido sí la reconocía como su hija. Confía en el licenciado Fuentes, lo conoce bien como hombre honorable y profesional honesto, pero como él mismo, ha servido peligrosamente al bando liberal, codeándose con sus iguales conservadores para obtener información valiosa. Teme que su desaparición sea consecuencia de su activismo político y una vez más, maldice el desatino de Joaquín. Por suerte, el testamento provisional que nombra a Magdalena Aranda como albacea de sus bienes ha puesto a su hijo a cargo, luchando a capa y espada por conservar intacto el patrimonio familiar. Respira hondo el aire del campo, es una pena que Magdalena se encuentre tan lejos. Verla sería el alivio que pide a gritos su alma cansada. Seguir amándola parece una condena que está lejos de pagar, con los años solo ha logrado sobrellevar el pinchazo que le causa que haya elegido a otro y saber que se encuentra realizada ha sido un consuelo.

—Fue aquí por las que esos cuatreros robaron las últimas cabezas —informa Félix, frenando su caballo y desmontando. Lo sigue y observa a su alrededor.

Es un paraje solitario. Resopla con fastidio, al notar lo poco custodiado que se encuentra. Mira al caporal haciéndole ver su error.

—¿Y sus hombres no han visto nada? Fueron demasiadas cabezas como para no notarlo.

—Solo vieron a los republicanos cerca, debieron ser ellos. El maldito de Juárez no tiene ni para alimentar a quien lo sigue —sugiere escupiendo.

Con notable enfado, le da la espalda para evitar mostrar su gesto contraído. Que culpe a los republicanos de su ineptitud ya es imperdonable, mucho más el insulto hacia su legítimo gobernante, además él sabe perfectamente que ellos no han tenido nada que ver. El coronel Ávila le habría informado. Sus ojos se pierden en los imponentes cerros que los rodean. De pronto repara en que sería una labor titánica conducir la cantidad de ganado que fue robada, nadie lo lograría en tan poco tiempo.

La naturaleza es el mejor cerco, alguien los habría visto a lo lejos con suficiente antelación para detenerlos. El viento silva, tornándose violento a ratos en tanto un silencio sepulcral envuelve a los dos hombres. A Rodrigo lo asalta la inquietud, la sensación de que no debería estar ahí lo hace girar y encarar a su acompañante. Apenas logra escuchar como muda advertencia un disparo.

«¿Ha sido cerca?» se pregunta aturdido por el cercano estallido. El panorama se vuelve azul, es el cielo. Cae en la cuenta de que se encuentra en el suelo, boca arriba.

¿Cuándo cayó? No lo sabe. Siente su pecho arder, la sangre brota y empapa su camisa. El dolor del primer instante se torna soportable una vez que sus sentidos se adormecen. Solo escucha el constante y acelerado latir de su corazón. La vista se le nubla y ya no es capaz de percibir el olor a pólvora que inunda el ambiente. Logra distinguir en un parpadeo la silueta de Félix acercándose a él. Aún sostiene en su mano derecha el arma homicida.




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