Amor y guerra

Capítulo 12. Tus ojos

El sabor amargo del café impregna sus papilas gustativas, comienza a aborrecer toda la comida y bebida que ha probado en San Gregorio. Meditabundo, clava la mirada en la mesa dispuesta frente a él. Andrew se negó una vez más a acompañarlo, la actitud de su en otro tiempo inseparable amigo es injustificable. No lo comprende. Una mujer bastó para que olvidase lo que han vivido juntos y lo que parecía una interminable camaradería. Desde aquel día y su feroz discusión no le ha dirigido la palabra.

Creyó que con el tiempo cambiaría de opinión. Comprende que la intempestiva muerte de su tío debió confundirlo, pero está llegando a su límite. Nunca ha sido un hombre paciente. Para colmo, su amigo pasa las horas junto a Alma, se encierran en el despacho del difundo don Joaquín o desaparecen en largos paseos por la arboleda sin importarle siquiera la sospecha de asesinato que recae sobre ella. Algunas veces don Rodrigo los acompaña, aunque es común que estén solos. La ha convertido en su amante, no le cabe duda, debió ser un gran cambio para la muchacha, un viejo por el joven heredero de una fortuna. La odia, tanto como puede. El corazón se le ha endurecido pensando en ella. Es una trepadora que goza de los favores de Andrew mientras Emily debe soportar la humillación de su desprecio.

—¿Hago que le sirvan el desayuno? —la pregunta de Consuelo lo hace mirar a la mujer. Su voz e implacables siseos es lo único que ha escuchado durante semanas enteras. Si no fuera por la naturaleza cruel que percibe en ella, la consideraría una buena compañía.  

—No tomaré nada más —señala cortante, dejando la taza de café sobre la mesa.

Esa tarde se irá de San Gregorio, no tiene cabida en esa hacienda y Andrew le ha demostrado que no lo necesita más.

—El señor Green me ha pedido que lo disculpe otra vez —agrega su acompañante sin necesidad cuando lo ve a punto de ponerse de pie. Enfadado vuelve a acomodarse en la silla.

—¿Está con ella? —. Sus ojos se quedan fijos en la pared de enfrente, no quiere ver a la mujer. Consuelo asiente y él resopla dejando ver parte de su frustración, su semblante sombrío estremece al ama de llaves al tiempo que la congratula el efecto de sus venenosas palabras.

—Esa mujer lo engatusó como hizo con don Rodrigo. No le bastan los amantes que tiene entre las tropas de los liberales.

La mira de soslayo sin ocultar su curiosidad.

¿Por qué se empeña en saber más de Alma? Le queda claro que Andrew no creerá nada de lo que le diga si alguna vez vuelve a hablarle, por desgracia se acostumbró a infligirse a sí mismo el castigo de conocer el tipo de mujer por la que perdió a su amigo.   

» Muchos la han visto con más de dos chinacos a las afueras de San Gregorio, liberales sin duda. Es la querida de más de uno y los recibe con descaro.

La palabrería del ama de llaves logra su cometido y golpea rabioso con el puño la madera de la mesa. Se levanta sin decir nada. Está harto de todo, hasta de las habladurías. Si sigue por ese camino conseguirá aborrecer a Andrew y no quiere hacerlo. De pronto, un peón entra sin aviso en el comedor y Consuelo lo reprende de inmediato. El hombre recupera el aliento en tanto escucha a la mujer y luego mira a Thomas. El irlandés olvida su ira por un momento al notar la angustia del recién llegado.

—Me han mandado por usted. Alguien le disparó a don Rodrigo —anuncia recuperando el aliento y con el gesto desencajado. 

Sin preguntas de por medio corre tras el peón rumbo a la casa chica. Llegan hasta la habitación principal, atravesando el patio sin prestar atención al alboroto de los peones que llevaron al administrador herido y que permanecen ahí, en espera de que se les ordene algo más. Don Rodrigo está tendido en la cama, su mortecina palidez ya es mala señal, la sangre cubre su ropa, sábanas y las manos de un angustiado Andrew que lucha por contener la hemorragia.

Thomas sabe que poco podrá hacer por salvarlo. No pierde tiempo, se acerca al herido y mira bajo sus párpados las pupilas dilatadas. Acto seguido, busca el pulso en la muñeca sin encontrarlo, lo hace al palpar con el dedo índice y medio sobre la carótida. Vive, pero no tiene idea si podrá resistir. Una herida es grave, dos son mortales. Con un ademán le indica al joven rubio que se aparte y examina la herida de la cabeza, la sangre brota a borbotones, sin embargo, solo ha rozado el cráneo. De otra forma, don Rodrigo ya estaría muerto. El agujero en su pecho es más preocupante, necesitará intervención o el administrador no contará otro día.

—¡Sabes lo que necesito! —indica a Andrew con voz grave y apremiante. El aludido lo sabe bien, no en vano lo auxilió tantas veces durante la guerra mientras lo veía luchar por conservar la vida de sus compañeros.

Pero antes de que pueda salir a buscar lo necesario, Alma irrumpe en la habitación y se topa con él. El llanto angustiado le baña el rostro moreno y cuando ve a su padrino tendido en un mar de rojo carmesí, siente que las fuerzas la abandonan. El joven a su lado lo nota y la sostiene por la cintura, abrazándola con suavidad. Ella se entrega un segundo a su consuelo e intenta correr al lado de su padrino. Los brazos fuertes de Andrew se lo impiden con delicadeza, lucha por liberarse hasta conseguirlo. Corre hacia la cama y se arrodilla a un lado, sosteniendo la mano inerte del herido.

—¡No! —exclama, en medio de sollozos entrecortados —. No me deje usted también.




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