El campamento bulle en tanto el sol desdibuja su figura y el mortecino día se oscurece. Se escuchan ladridos de famélicos perros y el crujir de las ramas que alimentan hogueras que comienzan a encenderse. Las voces graves de los hombres se elevan sobre todo lo demás, hablan a gritos, algunos ríen a sonoras carcajadas contagiados de mordaces comentarios o anécdotas cotidianas, unos pocos cantan y la mayoría añora en secreto que el siguiente día termine de la misma manera: con ellos vivos. Para cuando Lorenzo y Thomas llegan, los hombres ya disfrutan de la cena: frijoles, arroz y un trozo de pan, los más afortunados disfrutan la carne de alguna gallina rostizada al fuego. El humo y la algarabía conspiran para que solo unos pocos se den cuenta cuando los recién llegados desmontan los caballos sudorosos; las bestias echan espuma por el hocico, agotadas por el trepidante viaje que las han obligado a realizar en una corrida casi continua. Lorenzo los encarga al primer hombre que ve y con un ademán indica a Thomas que lo siga. Los más cercanos atestiguan su intromisión, voltean recelosos al ver al extranjero que acompaña a uno de los suyos. Sin embargo, nadie se atreve a decir nada, simplemente siguen con la mirada arisca el paso de los recién llegados hasta perderlos de vista.
En la tienda del coronel, Alma se debate entre la inconsciencia y el delirio. Violentos espasmos le recorren el cuerpo entero y los dientes le castañean con los escalofríos que fustigan su espalda. A su lado, el coronel Ávila retira el paño humedecido de su frente y vuelve a empaparlo en el agua que contiene una pequeña olla a sus pies. Ha dado instrucciones para que dejen pasar a Lorenzo apenas regrese; está nervioso, en las últimas horas la muchacha a su cuidado ha empeorado. Ya no reconoce a quien la acompaña, el sudor le ha empapado el cabello y no cesa de mascullar frases incomprensibles que para el coronel son originadas por un mal de corazón, de esos que atacan el espíritu y quiebran la voluntad más férrea. No quiere enterarse y ha hecho oídos sordos, limitándose a tomar la mano de la joven para darle un poco de consuelo en su tribulación. Voces y ruidos acercándose a la entrada de la tienda le dicen que la ayuda puede haber llegado y se pone de pie en el momento justo en que el chinaco entra seguido por el médico irlandés.
—Ya me parecía que habías tardado demasiado —indica, pasando los ojos de uno al otro hombre.
—Perdone usted mi coronel. Casi reventábamos a los caballos y tuve que hacer una parada para que no acabaran muertos por el camino.
Thomas los escucha con oídos ensordecidos, lo único que capta su entera atención es la joven tendida en el camastro. Una oleada de irrefrenable sentimiento lo sacude, aprieta los dientes para impedir que la impotencia se apodere de él.
—¿Usted es a quién envía don Rodrigo? —le cuestiona el coronel. Sin responder, pasa a un lado del militar y se hinca sobre una rodilla a un lado del lecho donde se encuentra Alma.
Admira cada trazo del hermoso rostro amilanado por la fiebre, le pasa tiernamente la palma de la mano por las mejillas, la frente y la cabeza. Aprieta los ojos y toma aire en una larga bocanada para apaciguar el deseo de romper en súplicas y declaraciones que en poco ayudarían a la muchacha. Lo que necesita es al médico no al arrepentido hombre que le rompió el corazón.
—Sí, es él —afirma Lorenzo ante el mutismo del irlandés y adivinando lo que lo motiva.
—Debo suponer que es médico —indaga el militar.
—Lo soy, mi nombre es Thomas O’Donovan. Don Rodrigo me conoce bien.
—Yo soy Ezequiel Ávila, el coronel a cargo de este campamento. No dude en pedirme lo que necesite.
Thomas asiente, agradecido.
—Necesito bastante agua tibia y rápido, también paños limpios —pide, volviendo a inclinarse junto a Alma. Toma de la bolsa que ha llevado dos de los frascos que sustrajo del botiquín de Rodrigo y deja caer algunas gotas de cada uno en la boca de la muchacha. Enseguida retira la manta que la arropa y vuelve a tocarle la frente.
—¡Vamos Lorenzo, ya escuchaste al doctor! ¡Trae agua! —ordena Ezequiel al notar a su subalterno petrificado.
El chinaco sale apresurado de la tienda, inquieto se dirige a un arroyo cercano con dos cubetas grandes de madera, la noche ya ha caído y las fogatas no iluminan el desierto paisaje que se extiende más allá del campamento. Tampoco lo hace la luna nueva que oscurecida contempla la tierra. Hace lo que se le ordena sin pensarlo mucho, ir por el agua y calentarla. Algo ronda en su cabeza, confía poco en el extranjero al que apenas dirigió la palabra durante todo el trayecto desde San Gregorio. No obstante, su preocupación por la salud de Alma lo obliga a guardarse sus reconcomios para después. Lo que no puede es sacarse de encima los penosos desahogos de la muchacha mientras la alejaba de San Gregorio. Ella pudo no ser clara en los hechos, pero sin duda el gringo que ahora intenta sanarla es el causante de los pesares que la afligen. Lo presintió desde un principio y ya viendo la actitud de él al llegar, sus sospechas fueron confirmadas: La miraba con culpa. Al regresar a la tienda, deja el agua tibia y los paños a un lado del camastro sin apartar la vista endurecida del médico.
—¿Necesita algo más? —cuestiona su superior y Thomas niega con la cabeza —. Entonces lo dejaré trabajar. Vámonos Lorenzo.
—Pero coronel… —rebate, receloso.
—¡Te he dicho que nos vamos!