Amor y guerra

Capítulo 37. Nuestra causa

En un parpadeo la negrura de la noche se ilumina con el fuego de las antorchas que caen como lluvia sobre tiendas vacías. El silencio es perturbado por los estallidos de los rifles y revólveres, y el olor a moléculas de pólvora satura el ambiente. El polvo y el griterío de los soldados liberales cayendo sobre sus atacantes se elevan hasta el mismo cielo y el caos de una sangrienta lucha mancha la promesa de una velada tranquila. Al otro lado del campamento, agazapada entre sombras y rocas, Alma escucha y atestigua por primera vez lo que es jugarse la vida, lo que ve la angustia de una forma que no imaginó. Mira con ojos aterrorizados al hombre junto a ella: Thomas está sobre su rodilla izquierda, sostiene con firmeza el rifle apoyado en su hombro derecho y apunta hacia dónde los hombres combaten a muerte. La concentración en su mirada implacable es similar a la que atestiguó mientras lo veía luchar por salvar la vida de su padrino ¿Es posible que se necesite el mismo esfuerzo para matar y salvar? Se pregunta, aunque presiente que lo que hay dentro de su esposo en ese momento es una lucha consigo mismo. Ella lo ha llevado ahí, a dónde él no quería estar, y se siente tan culpable que las entrañas se le revuelven.

—Perdóname, querido, no lo sabía… —masculla poniendo su mano suave en el hombro tenso de él.

—No hables. No es el momento ni el lugar —responde severo y sin mirarla, sus ojos azules siguen puestos en la batalla.

Sus palabras acrecientan el desasosiego de la joven. Lo comprende y se traga la necesidad de abrazarlo. Él comienza a disparar cuando los hombres que los atacan se aproximan lo suficiente a su escondite. Cada uno de sus tiros es certero, no duda ni parpadea, haciendo que Alma recuerde lo dicho durante su noche de bodas.

«Estoy muy lejos de ser un ángel» repite en su cabeza la voz del hombre que observa arrancarles la vida a otros que no conoce y que en realidad nada le han hecho. Debe ser horrible deber matar, más cuando tu pasión es salvar vidas. Una lágrima resbala por el rostro de Alma, midiendo al fin las consecuencias de su decisión, más que nunca tiene la necesidad de mimarlo. Por desgracia, lo único que puede hacer es abrazar sus propias rodillas y permanecer lo más quieta que le permiten sus destrozados nervios. El horror termina pronto. Los atacantes huyen al verse superados por un rival que estaba preparado para plantarles frente, se van llevándose a sus heridos. En el campamento también quedan heridos entre los soldados liberales y otros tantos caídos. Todo es un revoltijo de tierra y sangre con quejas lastimeras y gritos llamando al orden. Thomas sale de su escondite apenas cesan los disparos, se detiene al toparse con un hombre cuyo hombro atravesó una bala enemiga. Todavía temblando, su esposa le sigue los pasos. Lo ve atender al soldado con la dedicación con la que unos instantes antes cegaba vidas. Respira hondo y se inclina hacia él, pero no le presta atención, concentrado en su labor de médico. Se aparta, temerosa de importunarlo más de lo que ya ha hecho. A su alrededor, los hombres corren apagando las llamas que consumen las tiendas. Otros más caen bajo su propio peso, con las ropas manchadas de rojo carmesí. Desesperada, busca un refugio, la cabeza le da vueltas, siente como si su centro de gravedad hubiera desaparecido. Da unos cuántos pasos y antes de encontrar un sitio que le permita alejarse, languidece y sus rodillas tocan el suelo al igual que las palmas de sus manos. Antes de desmayarse por completo unos brazos fuertes le rodean la cintura y la levantan. 

—Lorenzo… —susurra con la respiración entrecortada.

—No debiste venir, Almita ¿Estás herida?

Niega con la cabeza y se abraza al cuello del chinaco, mira sobre su hombro a Thomas, cada vez más lejos. Le gustaría que fueran sus brazos los que la protegieran, sin embargo, no le alcanzan las fuerzas ni para llamarlo. Lorenzo la lleva hasta una tienda que ha quedado intacta, la recuesta en el camastro y acerca a su boca una cantimplora con agua. Bebe con avidez el líquido y algo dentro de ella se estabiliza.

—Iré por el doctorcito —anuncia el chinaco, Alma se aferra a su antebrazo para detenerlo.

—No, los hombres del coronel lo necesitan más que yo.

—Pero no estás bien.

—No es nada, te lo juro, no debes preocuparte…

—Siendo así, tengo algo que decirte: Entre los cobardes que nos cayeron estaba el Félix —. Alma lo mira horrorizada, sus labios se abren conteniendo el aliento —Lo atrapamos. Te dije que ese perro no se me iba a escapar.

—Llévame a verlo.

—Pero…

—Por favor.

Sin poder negarse, el chinaco le ofrece el brazo y ella se sostiene de él. Vuelven a la oscuridad de la noche, dónde el fuego aun chispea, las tiendas ya solo humean y algunas fogatas han sido encendidas en tanto los hombres se reagrupan por si se presentará un nuevo ataque. Alma busca con la mirada a Thomas sin encontrarlo, el corazón le pesa en el pecho como una piedra, lo necesita a su lado más que el aire que respira. El recuerdo de la severidad en el semblante de su esposo dedicada enteramente a ella es algo que la hiere. Con esfuerzo logra apartarla de su mente, concentrándose en un solo objetivo: enfrentar al caporal. Se deja conducir por su leal amigo hasta dónde dos hombres flanquean a otro arrodillado y maniatado. El coronel Ávila está frente al prisionero que cabizbajo se niega a encararlo. Al verla llegar, el militar se aparta, entonces la joven suelta a Lorenzo y camina hacia el hombre con paso firme, mirándolo tan fijo que no se percata cuando Thomas también se acerca para ponerse a un lado del coronel. El irlandés permanece como mudo observador de la escena, asimilando el odio que ve centellear en los brillantes ojos chocolate de su mujer y que desfigura sus bellas facciones, transformándolas con dureza. Se da cuenta que el prisionero está herido, sangra de una pierna profusamente, pero intuye que no lo dejarán hacer nada por aliviar su dolor. Al percibir la presencia de la muchacha y notar que todos a su alrededor se han callado, Félix levanta la vista y clava sus ojos en los de ella. La lascivia con que la ve le resulta insufrible y en un impulso, Alma le escupe en el rostro. Lejos de ofenderse, el cobarde ríe a carcajadas, burlándose de la impotencia que nota en ella y a sabiendas del recuerdo que la origina.




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