Mariana estaba harta de los bailes que ofrecía su padre, a cada oportunidad que tenía. No le apetecía sonreír toda la noche a personas que ni siquiera conocía y que no le inspiraban el más mínimo interés.
No comprendía como podían su madre y sus dos hermanas soportar eso que ella había llegado a aborrecer.
Aunque debía reconocer que a ella no le gustaba casi nada de lo que adoraban sus hermanas y que su madre había intentado que le gustara.
No entendía cómo podían cambiarse de ropas hasta cinco veces por día, siendo que así solo les agregaban trabajo a las lavanderas.
Pero esa noche era la peor noche de toda su vida, o eso creía ella.
Su hermano mayor, quien heredaría el título y todo lo que con el viene, regresaba de la guerra y, contra todo lo que Mariana creía que su padre haría, esa noche se celebraría un baile en honor a los héroes.
Aunque era comprensible que así fuera, ya que el hijo del gobernador era uno de esos héroes, junto con el heredero al trono de Gyren.
Su madre había ordenado que a todas las hermanas se les hicieran vestidos en los que se pudieran lucir, porque si había algo de lo que la señora del feudo se pudiera sentir orgullosa, era de la hermosura de sus hijas: piel de marfil, ojos marrones, figuras esbeltas. En fin. Todo lo que puede considerarse bello, sus tres hijas lo tenían.
Otra cosa que Mariana detestaba era que le bordaran vestidos estrafalarios y con un montón de decoraciones para hacerla destacar, cuando lo que ella quería era pasar desapercibida.
Faltaba todavía mucho tiempo para el inicio del baile, pero para evitar problemas, Mariana ya se encontraba cambiada y encerrada en el despacho de su padre, ayudando con las cuentas, porque si, lo único que la unía estrechamente a su padre era su pasión por los números, algo que provocaba discusiones entre sus padres, ya que Ysabel prefería que sus hijas supieran lo básico para llevar la economía de la casa, y no de los negocios, como hacía Mariana.
Pero su padre, Elías, viendo lo desdichada que era la mayor de sus hijas haciendo los deberes de las mujeres, le permitía ayudar a llevar las cuentas de los animales, las ventas, los campesinos a cargo, esclavos en las colonias y productos cosechados.
Aunque, como mujer, Mariana debía aceptar que sus trabajos sean revisados y que nunca podía plasmar sus cuentas en los libros, ya que su padre decía que estos debían llevar caligrafía claramente de hombres y que para eso estaba el secretario, quien debía supervisarla y corregir los errores que ella, al ser mujer, era lógico que cometería.
Para cuando terminó las cuentas del día, ya había comenzado a oscurecer, lo que le dejaba muy poco tiempo para subir a sus aposentos sin que su madre o las chismosas de sus hermanas se enteren de que no estaba donde se suponía.
– ¡por fin, señorita! –Dijo Jimena, la doncella cuando Mariana llegó corriendo y azotando las puertas del cuarto– ¡pensé que no llegaría!
–No es que haya que hacer mucho…–Respondió Mariana apoyándose en las puertas dobles de roble, mientras trataba de recuperar algo de aire.
– ¡señorita! –Jadeó la doncella, quien todavía no se acostumbraba a la forma de ser de su ama, a pesar de que hacía tiempo que estaba allí a su servicio.
La pobre no entendía que a su señora no le gustaran las cosas que debían gustarle a las mujeres.
Siempre pensaba que, de estar en su lugar, ella se la pasaría modelando vestidos o tratando de conseguir marido, por lo que, además, sentía pena por las hermanas menores, ya que ellas debían esperar a que su hermana mayor encuentre con quien casarse para poder buscarse ellas un pretendiente que pueda darles lo que ellas acostumbraban tener. Pero no. Mariana no mostraba interés en nada femenino.
Mariana, comprendiendo bien a su doncella, sonrió.
–lo sé, Jimena querida. Sé que para mi familia es importante que una mujer esté bien presentada, aunque eso no sea lo que yo quiera para mí. Pero, por la paz, dejemos nuestros puntos de vista de lado, que tengo un baile al que asistir.
Aunque no lo había dicho con entusiasmo, su doncella sonrió y se puso “manos a la obra” quitándole el sudor, con el peinado, el maquillaje, y la bisutería que llevaría Mariana.
Cuando bajó las escaleras, sus hermanas, quienes habían estado cotilleando todo el día sobre qué vestido usaría la mayor, quedaron impresionadas por la apariencia de ésta.
Sus padres, por otro lado, quedaron sumamente satisfechos con la imagen que su hija mayor daría a los homenajeados.
Augusto, quien era el mellizo de Mariana y quien volvía de la guerra, estaba impaciente por llegar de vuelta a casa y ver a toda su familia, sobre todo a la descarriada de su melliza.
Tanta era su ansiedad que ya todos sus compañeros querían conocer a aquellas doncellas de quienes él tanto hablaba, sobre todo quien comandaba la compañía.
El príncipe Guillermo tenía a Augusto en la más alta estima, tanto que lo había nombrado parte del consejo y se habían hecho amigos íntimos.