Amores, Guerras y Traiciones. Serie Pasionales #1

Capítulo 3:

         La luz del sol se filtraba por las cortinas en la habitación donde dormía plácidamente Mariana.

 Sobre el tocador reposaba una carta, iluminada por los rayos que parecían querer saber que palabras contenía ese pequeño trozo de papel.

 Ajena a todo eso, Mariana despertó con una sonrisa en su bello rostro. Al enderezarse, descubrió que ya tenía listo, sobre una de las sillas, uno de sus vestidos favoritos.

 A pesar de que la velada anterior terminó tarde, como Mariana se había excusado y retirado a sus aposentos a descansar antes que se comenzaran a retirar los invitados, aduciendo que se comenzaba a sentir mal y que pronto resarciría a sus padres por tal hecho, su doncella había concluido sus labores temprano y se había retirado a dormir. Esa mañana se había levantado antes que el resto de los empleados y había hecho todas sus labores, esperando a que su señora despertara.

–Buenos días, señorita–. Dijo, entrando con la bandeja de desayuno–. Aquí le dejo para que se alimente antes de ir al rio a bañarse.

–gracias, Jimena. No hacía falta que te levantaras tan temprano. Sabes que no me molesta que te quedes un tiempo más descansando los días posteriores a los bailes.

 A pesar de tener tantas diferencias con su señora, Jimena valoraba mucho cuando Mariana se preocupaba así por ella, cosa que sabía que las doncellas de Eliza y Macarena no tenían.

–no fue nada, señorita. No se preocupe. Además, después de ayudarla a usted aquí, se me dispensó de labores y pude descansar como un lirón–. Sonrió y Mariana supo que se venía algo en lo que diferirían–. Además, me crucé con el príncipe cuando se iba a palacio.

 A Mariana se le borró la sonrisa de un plumazo. Jimena sonrió aún más.

»Me dejó una carta para usted.

 Mariana volvió a sonreír.

– ¿en serio? –Jimena asintió– ¿Dónde está?

 La doncella señaló el tocador donde reposaba la carta y rió cuando su señora corrió a tomarla.

–La dejo con las palabras de su príncipe encantador–. Dijo, apoyando la bandeja en una mesita y, sonriendo, se retiró.

 Mariana ni siquiera le prestó atención, ya que devoraba con devoción las pocas líneas que habían plasmadas en la carta.

 

Mi muy querida y adorada Mariana:

            Todavía no empecé a despedirme en estas líneas y ya te extraño.

 Discúlpame mi atrevimiento a tutearte, ya que no soy yo el que habla, sino mi corazón. Sé que recién te conozco hace unas horas, pero cuando el corazón decide latir, solo es por una persona y el mío solo late por ti.

 Estas líneas son para anunciarte que me ausentaré de tu presencia por tan solo unos días, en los cuales espero que me respondas a esta carta, para cumplir con mi promesa de solicitar tu mano junto a mi padre.

 Espérame, y extráñame como yo ya lo hago por ti.

            Siempre tuyo.

                                   Guillermo.

 

 Augusto no había podido pegar un ojo en toda la noche. La causa no eran las pesadillas que lo habían asaltado cada noche desde que fue a la guerra. No. La causa de no haber podido dormir esa noche tenía nombre de mujer: Leonor.

 Su familia había asistido al baile, pero ella no lo hizo, lo que ponía como loco a Augusto mientras pensaba en los posibles motivos de la ausencia de aquella bella dama.

 Mientras cabalgaba, su mente se imaginaba los mil y un motivos por los cuales no había podido deleitarse la vista con su imagen, uno de los cuales lo ponía furioso, pero si era real, no podía culparla por eso, ya que él se había marchado a la guerra, dejándole tan solo unas líneas de despedida.

 Si ella no había ido al baile, por estar en su luna de miel con quien haya tenido la fortuna de poder desposarla, Augusto ya no podía hacer nada más que desearle la mayor felicidad a ella y resignarse a no poder odiarlo a él. Ella estaba en todo su derecho de no esperarlo como él le había pedido en su carta de despedida.

 Pero la sola idea de que ella se hubiera casado con otro hombre, que sus días, sus sonrisas y todos sus encantos estuvieran dedicados a otro, lo ponía furioso.

–No te adelantes, Augusto–. Se dijo haciendo que su corcel frenara en seco–. Puede que haya otros motivos por los cuales no asistió a la fiesta. Tampoco estaba su hermana menor.

 Espoleó su caballo y se dirigió a la residencia de la familia de su amada.

 Al llegar, fue recibido por uno de los lacayos, quien, habiendo recibido un buen pago para que no dijera nada a sus señores, lo guio hasta donde estaba Leonor, recolectado flores silvestres.

 Se quedó observándola, como siempre hacía cuando se veían antes de que él partiera a la guerra. Ella se veía hermosa para él, más de lo que siempre había sido, pero había algo en su semblante que la hacía ver lejana.

–sé que estás ahí, Augusto–. Dijo ella, tan seria que lo asustó.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.