El sol asomaba por las copas de los árboles, mecidas por una suave brisa, que conformaban el bosque de eucalyptus que rodeaba el pueblo.
La actividad estaba ya en pleno apogeo, algo inusual en esa hora del día para los habitantes del burgo, pero no para los habitantes y trabajadores del feudo. Y ese día era especial.
Ese día iniciaba el torneo de justas.
En los meses que siguieron a la firma de los esponsales, habían ido llegando de todos los puntos de la isla, nobles y caballeros que participarían de los juegos y la boda eclesiástica. Todos menos la familia de la hermana mayor de Elías, quienes estaban de duelo por la pérdida del cuñado del gobernador de Cosdiba.
Elías observaba todo con fingido aplomo desde la ventana de su habitación, en una de las torres del castillo. Detrás de él Ysabel se paseaba de un lado al otro, murmurando. Ambos acababan de despachar a sus ayudantes.
‒ya basta, mujer‒. Dijo, sin dejar de mirar por la ventana‒. Querías saber que era lo que me impedía despedir a Jorge y ahora lo sabes.
‒pero ¿Por qué nunca reconociste a tu hijo bastardo?
‒ ¡no le digas así!‒ exaltado, Elías se dio vuelta y la miró. Ysabel sintió las dagas en los ojos de su marido y se estremeció.
‒ ¿Cómo quieres que le diga? ¡Si encima ahora me exiges que lo presente como mi hijo perdido!
‒ ¡natural! ¡Gastón!‒gritó el hombre.
‒ ¿y que excusa quieres que le dé a la familia de mi hija?
‒Mariana es mi hija también, no te la adueñes. Dirás que Gastón estaba en la colonia, aprendiendo de la administración de la hacienda de la familia.
‒bien‒. Ysabel dejó de pasearse‒. Pero ten en cuenta esto: yo lo hubiese querido como otro hijo de mis entrañas.
‒lo sé. Pero ¿tu familia? Juré que te respetaría y no lo hice. Tuve un hijo con otra mujer. Si tu familia se enteraba, iban a declararme la guerra y nuestros hijos y el mío eran bebés. Tenía que proteger a todos.
‒Hacerme aceptarlo cuando pasara el peligro, cuando mis hermanos no fueran una amenaza para Gastón. Y ¿A dónde te llevó el respeto a tu esposa? No por respetarme a mí, debías dejar de sentir. No nos casamos enamorados y, cuando nacieron los mellizos, todavía no había siquiera cariño. Era lógico que te enamoraras de alguien que ya conocías.
‒sí. Y a Gaia la trataba desde jóvenes.
‒ ¿ves? Y a ella tampoco la respetaste, según tu criterio. Y a Augusto, Mariana y Gastón no los respetaste cuando no reconociste a tu hijo.
Elías suspiró.
‒ahora entiendo. Me equivoqué. Pero te pido ahora que lo anuncies como hijo de ambos. Él está listo para ser presentado, salvo por el tema de su rencor hacia Augusto.
‒tranquilo. Primero hablaré con él y después, antes de que dé inicio la justa, lo presentaré.
‒muchas gracias. Y perdona que me haya comportado tan mal este último tiempo.
Ysabel sonrió y tomo la cara de su esposo.
‒siempre me dices que todos cometemos errores. Ahora me toca a mí decirte que eso nos hace humanos.
Elías sonrió y abrazó a su mujer, junto a la que se quedó viendo los últimos preparativos para el torneo.
Por fin comprendía que su mujer valoraba a su familia lo suficiente como para aceptar un hijo que no era en verdad suyo.
Pero, otra cosa fueron sus hijas.
Mientras los padres mantenían esa conversación, en el piso de los cinco hermanos, se desataba una discusión que amenazaba con llegar a oídos del rey.
‒ ¡yo no tengo ningún hermano fornecino!‒se indignó Macarena.
‒ ¡Macarena Mayra Arévalo-Uribe!‒la retó Mariana.
‒ ¿Qué? ¡Es la verdad! ¡Papá fornicó con una campesina! ¡Y ahora reconoce a su bastardo porque tendrá el aval de la familia real! ¡Pero todo este tiempo lo escondió por vergüenza! ¡Y encima pretende que lo tratemos como a un igual! ¡Ese impuro no será nunca mi igual!
‒mira, niñita‒. Dijo Gastón, quien había estado callado todo ese tiempo, apoyado contra la pared y mirando sus dedos como si estuviera aburrido‒. A mí no me interesa, tampoco tenerte de hermana. Solo hagamos un trato.
‒yo no hago tratos con sirvientes.
‒tú no me hablas y yo no te hablo. Tú no te metes en los asuntos de nadie más y yo no te dirigiré la palabra, o tan siquiera la mirada. Pero eso sí, cuando necesites que defiendan tu honor, no pidas que mis amigos, los sirvientes, vayan a defenderte. Hazlo tu solita‒. La miró y se fue acercando a la cara de Macarena, quien se iba alejando con miedo, porque conocía la historia que él comenzaba a decirle‒. Porque yo seré un bastardo y un impuro por las condiciones de mi nacimiento, pero las de tu nacimiento fueron malditas desde que la matrona descubrió que salías al revés e hiciste que tu madre casi muriera. A partir de ese momento (dicen las malas lenguas) tu destino estuvo marcado por la desgracia y todo lo malo que te pase, te lo merecerás.
‒Gastón…
‒hermano, ya está, ya lo entendimos.
Pese a las interrupciones, Gastón siguió.
‒Pudiste haber conseguido en mi un fiel aliado, que te defienda hasta de tu propia sombra, pero eliges quedarte sola, por lo que te advierto: cuando te cases, será con un hombre con el alma tan negra como la tuya, al que odies con todo tu negro ser y que te haga sentirte tan miserable que jamás podrás dejar de llorar, porque nunca conseguirás la felicidad.
‒ ¡Gastón Lenis Arévalo-Uribe! ¡Ya es suficiente!
‒si‒dijo el mencionado, tranquilamente, arreglándose las ropas‒, ya terminé de dar mi punto. Si las demás me aceptan, tendrán en mí a un hermano cariñoso, leal y guardián, si no, solo un hermano más. Con permiso de los presentes, me retiro.
Y se fue, dejando a todos sus hermanos, sorprendidos y en distintos grados de impactados. Macarena, llorando, fue la segunda en abandonar el pasillo en el que habían estado discutiendo.