Amores, Guerras y Traiciones. Serie Pasionales #1

Capítulo 10:

              Como era normal en un castillo como el de la familia Arévalo-Uribe, la servidumbre era numerosa y silenciosa. Silenciosa para los dueños de casa y sus invitados. Siempre tenían las camas hechas, la chimenea de cada habitación encendida, los pisos trapeados, las cosas acomodadas en su lugar, los ventanales brillando con la luz, las cortinas corridas…

 Todo lo relatado, le daba un toque mágico que, cuando eran niños, a los hermanos Arévalo-Uribe los fascinaba, pero que, siendo mayores como ya lo eran, sabían que no era así.

 Aun así, ninguno sabía cómo era en realidad la servidumbre, solo Gastón.

 Los sirvientes eran los últimos en irse a la cama y los primeros en levantarse, antes del canto del gallo.

 Los que trabajaban en la cocina, dejaban todo hecho la noche anterior para que los valets y las doncellas calentaran para llevarles a sus señores al día siguiente en el desayuno, pero igual se levantaban temprano para lavar lo utilizado.

 Los ayuda de cámara y las doncellas debían ser los primeros en estar de pie, para ayudar a sus señores, quienes se levantaban al amanecer para hacer sus tareas.

 Los hombres desayunaban en el despacho de Elías, cuyo asistente era otro de los que se levantaba primero.

 Aunque los señores los consideraban silenciosos, los sirvientes eran de todo menos eso; la cocinera gritaba ordenes, su percusión de fondo era las ollas y sartenes que utilizaban sus ayudantes para crear las recetas que ella les ordenaba. Además, debemos considerar a las doncellas, quienes cotorreaban durante el desayuno previo a servir a sus señoras, o los varones del servicio, quienes repasaban las instrucciones que les daban los señores o Nani.

 A pesar de tener una carga tan pesada sobre sus hombros, los criados del castillo trataban de llevar sus vidas con la máxima felicidad posible, y asistir a sus señores con la mayor eficacia permisible.

 Por eso Frago había sido elegido para servir a Gastón, a quien valoraba mucho y con quien había tenido una fuerte amistad antes de que se supiera su origen. Este nombramiento lo enorgullecía, porque creía que Gastón era mejor para manejar y ayudar. Pero ese día, su señor no colaboraba.

 Ese día estaba siendo especialmente difícil para la familia Arévalo-Uribe, ya que en el pueblo habían empezado las habladurías sobre Gastón y su pertenencia a la familia del gobernador. Esto era contraproducente para la familia, ya que faltaba poco para el casamiento y la familia real no se iría hasta finalizada la boda.

‒ ¿Por qué tienen que siempre meter sus narices donde no deben?‒se indignó Mariana, cuando su doncella le comentó lo que se decía en el pueblo.

‒no lo sé, mi señora. Pero le puedo asegurar que escuché al sastre defender el honor de la familia, diciendo que el señor Gastón había querido mantener su perfil bajo. Claro que ambas sabemos que el buen hombre mintió, pero lo hizo por lealtad al señor Elías.

‒lo sé, mi querida Jimena. Créeme que lo sé. ¡Pero es que me indigna! ¿Tan aburridas son sus vidas, que se tienen que meter en las de los demás? ¡Todas las familias tienen secretos! Y el que diga lo contrario, miente.

‒mi señora, ¿debería esto decírselo al señor Elías?

‒sí, pero deja que te acompañe a hacerlo. Mi padre está susceptible con este tema. Ahora, ayudame a vestirme, así nos sacamos esto de encima.

‒sí, mi señora.

 Jimena se apresuró a cumplir con el pedido de su señora, pero cuando terminaba de abrocharle la gargantilla que combinaría con el vestido celeste y blanco que Mariana llevaba, comenzaron a escuchar gritos procedentes del dormitorio de Gastón.

 Ambas se miraron y salieron como almas que lleva el diablo hacia el lugar. Al abrir la puerta Jimena, ambas muchachas se encontraron a Frago y a Lope, el ayuda de cámara de Augusto intentando separar a sus señores, que se habían trenzado a golpes.

‒ ¡¿se puede saber que es todo este griterío?!‒dijo Mariana al ver semejante espectáculo‒ ¡Este es un castillo de una buena familia, señores, no un club de lucha!

‒ ¡dile a tu mellizo que deje de ser tan tragasantos[1] y me deje en paz!‒contestó Gastón, a quien Frago sostenía elevado del suelo, pataleando e intentando llegar a su hermano.

‒ ¡no! ¡Mejor, dile a este crapuloso[2] que deje de ser tan badulaque[3] y haga caso!‒apostilló el mayor de los varones, también intentando llegar a su hermano, y también siendo alejado por su sirviente‒ ¡nuestro padre pidió que no se lo viera por el campo hasta después de tus nupcias!

‒ ¡ah, no! ¡Yo te mato!‒gritó Gastón y arrastró a su ayuda hasta donde estaba Augusto, trompeando a su hermano, a quien le rompió la nariz.

‒ ¡Gastón!‒gritó a su vez Mariana, corriendo a ayudar‒ ¡Jimena corre a pedir ayuda a mi papá! ¡Y trae algo para pararle la hemorragia a Augusto y curar a ambos!

 Jimena no esperó a que se lo ordenaran dos veces y salió a cumplir su deber, dejando a los tres hermanos discutiendo nuevamente.

 

La mezcla del viento y la velocidad producía que las crines largas y el cabello, también largo, del caballo y su jinete.

 La libertad que sentía en esos momentos en que cabalgaba guiando a su percherón Aeneas, hacía que Eliza se sintiera totalmente feliz.

 Sobre su montura no había familia mentirosa, hermanas simuladoras, padres con matrimonios infelices, invitados reales, ni amores prohibidos.

 Pero la libertad, como sabía bien Eliza, terminaba cuando la joven bajaba del caballo. Ahí, todos sus pesares volvían a subirse a sus hombros, y ese día no fue la excepción.

 Apenas ella terminó de sacarle la montura a Aeneas, Ciro se le acercó.

‒mi señora. Permítame expresarle mi humilde enhorabuena por la noticia de su nuevo hermano y por la próxima boda de su hermana más mayor.

 Eliza sonrió forzadamente sin mostrar los dientes.




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