Los recuerdos son puzles de olores, sensaciones e imágenes. La menta, la alegría, el verde intenso de sus ojos y el confort de sus brazos. Eso es él, una simple recreación mental de lo perdido.
Me tumbo en el sofá, temerosa de volver a tener pesadillas donde el dolor se vuelve una jaula transparente sin salida. Las lágrimas corren por las mejillas como un río sin desembocadura que busca furioso una salida. Mi cuerpo tiembla, mi corazón cruje y los pulmones han decidido dejar de funcionar.
—¿A qué le tienes tanto miedo?
Los ojos de Levi parecen más claros con los rayos del sol. Unido a la sinceridad transparente de su discurso, siento que es capaz de ver en mi interior. Aparto la mirada. Odio hablar de este tema. Sus manos a ambos lados de mi cara me guían de nuevo a sus ojos.
—No te escondas tras él. El miedo es sinónimo de supervivencia, pero también de destrucción.
La distancia que nos separa se vuelve despreciable. Su frente sobre la mía hace que un escalofrío recorra mi espina dorsal. No puedo evitar sentirme indefensa, expuesta.
—No estoy preparada para perderte a ti también —confieso.
—No lo harás —susurra limpiando la lágrima rebelde que ha escapado del cautiverio. Su pulgar se pasea por el contorno de mis ojos, secando la humedad que los viste. El suave roce de sus labios sobre los míos hace que todas mis barreras caigan sin temor.
No estaba preparada para perderlo, pero ¿quién lo está? La pérdida es la raíz del sufrimiento más puro y destructivo que podamos experimentar. Paliar los efectos de la devastación es lo único que nos queda cuando se derrumban los cimientos de todo lo construido.
No puedo soportarlo. No puedo ponerme en pie sin sentir que estoy a punto de caer. No dejo de arder. Su ausencia me está consumiendo, junto al golpe de sus palabras inesperadas y acciones sin sentido. El suelo ha dejado de ser estable, la estancia comienza a dar vueltas y pronto me veo envuelta en un remolino de recuerdos con sed de sangre. Sus palabras son cuchillos afilados que impactan contra mi cuerpo.
«Quiero a alguien como tú, pero no a ti». «Te quiero». «No puedo seguir así». «Eres el amor de mi vida». «Lo siento...» «Nunca me cansaré de mirarte». «Ya no siento lo mismo». «Te amo». «No debí haber esperado tanto». «¿A qué le tienes tanto miedo?» «No quiero perderte».
Necesito salir de este bucle autodestructivo, tengo que suturar las heridas y cerrar la puerta a los momentos felices que ahora me rasgan la piel.
«Quiero a alguien como tú, pero no a ti». «Te quiero». «No puedo seguir así». «Eres el amor de mi vida». «Lo siento...» «Nunca me cansaré de mirarte». «Ya no siento lo mismo». «Te amo». «No debí haber esperado tanto». «¿A qué le tienes tanto miedo?» «No quiero perderte».
Los cálidos colores de los infinitos atardeceres que vimos juntos, el frío paisaje invernal de las pistas de esquí donde pasábamos los inviernos, el destello de las Perseidas.
«Quiero a alguien como tú, pero no a ti». «Te quiero». «No puedo seguir así». «Eres el amor de mi vida». «Lo siento...» «Nunca me cansaré de mirarte». «Ya no siento lo mismo». «Te amo». «No debí haber esperado tanto». «¿A qué le tienes tanto miedo?» «No quiero perderte».
La estela su marcha, el sonido de la puerta cerrándose tras él, el temblor de sus manos. La profundidad de su mirada y el vacío de sus actos. El dolor, el sufrimiento, el desconcierto.
«Quiero a alguien como tú, pero no a ti». «Te quiero». «No puedo seguir así». «Eres el amor de mi vida». «Lo siento...» «Nunca me cansaré de mirarte». «Ya no siento lo mismo». «Te amo». «No debí haber esperado tanto». «¿A qué le tienes tanto miedo?» «No quiero perderte».
El sonido de una llamada entrante logra disipar la bruma espesa que me rodeaba. Con las rodillas aún clavadas en el suelo, me decido a abrir los ojos. Todo ha desaparecido, pero el sonido del móvil sigue presente.
Cuando veo su nombre respiro profundo un par de veces antes de descolgar. Si me está llamando es que las cosas no han salido demasiado bien.
—¿Cómo ha ido? —pregunto con calma y preocupación sincera.
—Bien.
No tengo cabeza para seguir centrándome en mi, quizás hacerlo en él me ayude a despejarme un poco.
—Ahora haces preguntas y mientes casi bien, entiendo. —Río sin poder evitarlo.
El silencio es su respuesta; su forma de decirme que me necesita a su lado. Hardy nunca ha sido de palabras vacías o acciones que no salgan del corazón, por eso, sé exactamente lo que necesita. Me quedo ahí, sosteniendo el teléfono contra el oído, escuchando su respiración entrecortada y la palanca de cambios del coche que conduce sin rumbo. Lo conozco tanto que puedo imaginar lo que ronda su mente. Sé que la culpabilidad lo hará colgar el teléfono incluso antes de que logre persuadirlo de hacerlo, pero la realidad es que ni siquiera tendría fuerzas. Finaliza la llamada cuando cierro la puerta del coche.
Sé dónde encontrarlo, sé dónde encontrarme. Conduzco hasta el acantilado de roca blanca bañada por las olas furiosas. El sonido del mar logra silenciar mis pensamientos cuando me siento en el banco que aún tiene tallado nuestras iniciales (H&A). Cierro los ojos, buscando un poco de paz. Quisiera que el mar me arrancara las pesadillas y consumiera la tristeza. Me gustaría que ahogase al dolor y me diera un respiro. Mas sé que no lo hará hasta que yo no lo deje ir. ¿Es eso lo que quiero? ¿Dejarlo ir?
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Editado: 28.03.2022