Dicen que a veces es mejor dejar ir a las personas, yo no la quise soltar a su debido tiempo y pues terminé de la peor manera.
Les voy a contar cómo inició todo.
Un veinticinco de agosto, las calles estaban mojadas por la reciente lluvia.
Sábado por la mañana, los días que me tocaba ir al supermercado a hacer las compras para la semana.
Caminaba a paso lento y pausado con un paraguas en la mano, por si la lluvia me agarraba, saludaba cortésmente a la gente que me conocía durante el camino. Podría haber ido en auto pero los sábados eran mis días de caminar.
Al estar a mitad de la cuadra, la veo, cabellos rubios y alguno que otro mechón azul, sus ojos azules como el color del mar, un poco alta, buen cuerpo y delgada, sus facciones eran delicadas. Poseía una nariz perfilada, pestañas como unos abanicos grandes y unos labios que volverían loco a cualquiera.
Un suspiro salió de mi sin aviso alguno, era hermosa. Llevaba un bleisér negro sin abrochar que dejaba ver su remera blanca con dibujos de corazones, usaba unos jeans blancos y unas horas con con un poco de taco.
Un gorro blanco con un pompón adornaba su cabeza.
Supuse que sintió mi intensa mirada sobre ella porque me dedicó una mirada y sonrió en mi dirección.
Sonrisa la cual devolví.
Ingresó al súper por lo cual apresuré mis pasos para llegar.
Estaba feliz, de eso no había duda, cuando entré al local me dirigí a la sección de pastas.
Miré mi lista que siempre hacia para nunca olvidar nada, fideos, arroz, arvejas, empecé a tomar lo necesario y lo metía en el carro.
La encontré tratando de alcanzar un paquete de fideos, si bien era alta pero el estante la superaba.
Sonreí, me causaba un poco de ternura verla saltar para alcanzar el estante, me acerqué con facilidad y tomé el paquete.
Se giró rápidamente en mi dirección y me sonrió con sus mejillas sonrojadas.
Murmuró un apenas y audible gracias y se alejó a paso rápido del lugar.