Los pasos suaves y delicados, de pequeños tacones de las señoritas, al cruzar las calles guiadas por una chaperona llenaban sus oídos distrayéndolo de su trabajo, levantó la mirada un instante fijándose en un grupo peculiar de damitas que miraban por la calle como pequeñas aves liberadas de su jaula, sus cuellos delgados y delineados se alzaban intentando ver todo a su alrededor. Frente a ellas una gran mujer de torso grueso vestía un gran abrigo amarronado que casi llegaba a sus talones, traía el cabello bien sujeto en un moño tal y como la sociedad lo indicaba de una dama.
El grupo de mujeres cruzaron la acera y pasaron frente a él, seguramente camino al teatro o a la iglesia. El aroma almidonado de los vestidos de las jóvenes lo turbaron un instante, era como ver un pequeño desfile de muñecas de porcelana con su piel inmaculada, sus vestidos de volantes y sus figuras delicadas de cintura fina que parecían fuera de la realidad, cada una con la mirada al frente y erguidas, orgullosas damitas que en un futuro serian esposas sumisas de algún adinerado.
Movió la cabeza para borrar su turbación y volcó toda su atención en el arco de su violín, probó las notas una y otra vez hasta que estas le sonaban bien, dejó su sombrero en el piso frente a él y comenzó su canción. Aquella mañana el clima estaba frio y su canción también era fría, en su melodía hablaba de la nieve que baña las montañas, del viento que alborotaba su cabello y congelaba las concurridas calles adoquinadas de Praga, llevaba casi seis años tocando en aquella esquina, al lado del café preferido por los adinerados y frente a las tiendas de ropa fina que solían frecuentar las mujeres de alta sociedad, no se quejaba, cada día ganaba el dinero suficiente para comer algo e incluso para guardar.
Pasaron las horas de melodía en melodía y el pequeño sombrero se fue llenando de monedas doradas y plateadas que tintineaban al caer y dejar el tibio acojo del bolsillo de sus dueños. Ya había olvidado el desfile de señoritas y el frio había mellado en sus huesos, de pronto, volvió a llenarlo aquel refinado aroma a lavanda. Sin detener su música miró de reojo por la calle y vio a las jovencitas regresar esta vez cargadas con pequeñas bolsitas hechas de papel que traían dulces, muchas hablaban y daban delicados mordiscos a los pastelillos adquiridos, al pasar frente a él ninguna se detuvo, salvo una. La última señorita que cerraba la fila iba algo rezagada de las demás, como si se tomara el tiempo de ver los escaparates bañados en luces y las personas que transitaban a su lado, se detuvo frente al violinista y miró con curiosidad el instrumento, su rostro neutro lo llenaba de paz. Continuó la melodía mirando a su nueva espectadora, ella no lo miraba estaba atenta al instrumento, así como se detuvo, también se retiró, fugaz, no sin antes dejar un pequeño dulce envuelto en papel dentro del sombrero. La joven se alejó y junto con ella la melodía perfecta, el arco resbaló de las cuerdas de su violín con un horrible chirrido, el miraba fijo aquel dulce dejado.
La joven, ajena a lo sucedido, regresó a su grupo y adquiriendo nuevamente la actitud orgullosa y delicada que debía, siguió a las demás entre las calles hasta su internado. El edificio se encontraba al final de una calle de adoquines rojos despintados por las lluvias y los caminantes, pequeños árboles cuidadosamente cortados flanqueaban las calles y daban vida a su entorno de construcciones grises y cremas. La construcción era antigua de casi doscientos años, sus paredes grisáceas se confundían con el cielo nublado, las habitaciones frontales tenían accesos a pequeños balcones y su tejado amarronado se juntaba con el de las construcciones aledañas.
—¡Lita! — llamó la señora, sobresaltando a la joven que miraba los gatos caminar por los bordes de los tejados — Una dama no debe divagar o tener la mirada perdida, ahora pasa a tu habitación es hora del bordado
En silencio, la joven obedeció, ninguna se percató de la mirada curiosa de un joven de cabellos castaños que se ocultaba en la sombra de un árbol, las había seguido de cerca comiendo el dulce dejado, tenía curiosidad por aquella chica, sabía que de ser descubierto siguiendo a dicha señorita podría costarle muy caro a ella. Los internados de ese tipo solían ser muy estrictos y más en cuanto se trataba de contactos con jóvenes de un estatus inferior al de las doncellas.
La noche llego liberando al cielo de las nubes y dejando ver las estrellas, el violinista había dejado su esquina hace muchas horas, su mente seguía turbada por el espectro de la joven, deseaba verla, saber quién era. Las estrellas le hacían guiños mientras miraba la ciudad siendo iluminada lentamente por los faroleros, sus pies colgaban de un viejo tejado de un edificio no muy alejado del internado, trato de distraerse y levanto su violín sobre sus hombros iniciando una nueva melodía, era más triste, más dulce. Se puso de pie sin dejar de tocar, pasó de tejado en tejado con pasos agiles y silenciosos como los de un gato, su melodía llenaba la noche y el viento lo extendía más allá de los edificios aledaños.
La melodía llegó a los oídos de la joven que abrió los ojos enfrentándose a la oscuridad de su habitación, su compañera, dormía tranquila a unos metros de ella, ajena a todo lo que sucedía. Sus grandes ojos verdosos buscaron en las penumbras el origen del sonido, pero nada parecía producirlo, curiosa bajó de la cama, se estremeció ante el contacto frio del piso con sus pies descalzos. La melodía sonaba más fuerte, miró con timidez la gran puerta de vidrio que daba acceso al balcón, le pareció ver una sombra moverse y oír unos pasos en el tejado, asustada y encantada pensó en el violinista de esa mañana. Con pasos tan suaves como la seda, la joven se deslizó hasta el balcón vistiendo solo su camisola de algodón blanco, el viento erizó su piel pero la visión del espectro de un joven con un violín en el tejado de la casa de al lado, desbocó su corazón, sabía que era el por su forma de tocar, su música invitaba a bailar y ella no se quería privar de la oportunidad.
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Editado: 11.04.2022