—Majestad, me temo que es imposible seguir— la voz de Coton se alzó sobre las corrientes de aire. Aún detrás del vidrio que los dividía, pudo notar su mirada suplicante—. Lo más prudente sería refugiarnos antes de que la tormenta de nieve empeore.
Viktor, rey de Sucré, no respondió. Se limitó a seguir observando por la ventana del carruaje, pero era imposible visualizar más allá de su interlocutor cuyas prendas de vestir albergaban más y más nieve.
Y al rey, aún recubierto por gruesas pieles de animales, el frío le calaba hasta los huesos.
Cruzar directamente la cordillera que separaba a Sucré de Amoris era una ruta imposible, por lo que fue descartada desde un principio. Sus planes eran rodear la cadena montañosa y s0u guardia personal, unos cincuenta hombres a caballo, se encargarían de protegerlo hasta llegar a Slodkii. Una vez ahí se separaría de ellos y conservando a los más cercanos, atravesaría los demás reinos hasta llegar a su destino.
Pero nadie creía que la tormenta de nieve los tomaría por sorpresa. O por lo menos no tan pronto.
Detestaba Sucré. Detestaba que, como si de una maldición se tratase, el frío jamás abandonara el lugar. Era un reino enorme, abarcaba casi la mitad del continente; pero la mayor parte del lugar estaba desolado. Solo montañas y campos pintados de blanco. No había vida en Sucré y sus ciudadanos luchaban diariamente por no morir congelados.
—Hay una aldea a un par de kilómetros al oeste —el capitán de su guardia volvió a tomar la palabra y esta vez el rey pareció meditarlo. Después simplemente asintió. Coton regresó con los demás hombres —Nos desviaremos hasta que pase la tormenta.
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Viktor no mostró reacción alguna ante la grotesca escena. Las cabañas de la aldea en la que llegaron a buscar refugio se consumían en fuego, había destrozos en todas partes. Sobre la nieve teñida de rojo se tendían aquí y allá pálidos cuerpos que poco a poco se sepultaban bajo la nieve.
Coton dio una señal, y una parte de la guardia desmontó preparando sus armas. Otros más se dispersaron alrededor del pequeño poblado, en el cual no había más de una veintena de casitas de madera; y un último grupo permaneció cerca del rey.
—¡Aquí! —gritó uno de los soldados desde una de las casas, que fue rápidamente rodeada. Se internaron en ella un par de hombres más y minutos después salieron forcejeando con otra persona, tan solo un muchacho que parecía apenas más grande que el rey. Lograron atarle las muñecas sobre su espalda, sus manos y ropas estaban cubiertas de sangre.
Viktor se acercó, mientras el recién descubierto asesino era obligado a caer de rodillas. El rey de Sucré observó el rostro de la persona que había aterrorizado a su reino los últimos meses, aquel que había sido buscado a lo largo y ancho del país sin resultado alguno. Él le sostuvo la mirada todo el tiempo, ambos tratando de ver más allá de la máscara de serenidad que había en sus rostros. Los ojos dorados del rey contra la mirada glauca del asesino.
Después este soltó una carcajada malévola.
—Ah, demonios— dijo el joven lamentándose con una sonrisa cínica—. Me atraparon.
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Alice no estaba preparada para aquella interrupción, ni siquiera esperaba visitas. Había decidido organizar una improvisada merienda para las mucamas en su habitación, por lo que después de reorganizar las instó a quedarse a tomar té y bocadillos. Aunque se negaron en un principio, cedieron a las peticiones de la princesa, quien estaba feliz de poder pasar más tiempo con las chicas, quienes se acomodaron por donde pudieron. Unas sentadas junto a Alice en la pequeña salita, sobre los diferentes muebles y sillas, y otras más se aventuraron a sentarse directamente en la cama de la princesa; ocupando así gran parte de la estancia. Pero cuando la puerta se abrió con gran ímpetu, todas ellas se paralizaron.
En la entrada se encontraba una mujer joven elegantemente vestida. Su vestido se alejaba de los estándares que dictaban la moda de Amoris en aquellos momentos, pero eso realzaba aún más el porte superior que manaba. Alice jamás la había visto, de no ser así, por supuesto que recordaría a una dama tan hermosa con un excepcional tono de cabello. Le seguía Castiel, ambos con total seriedad.
Las mucamas, al ver de quienes se trataba, rápidamente se pusieron de pie e hicieron una reverencia.
La mujer entró en la habitación con paso decidido y con la mirada escudriñó alrededor. Después se detuvo con Alice; la rodeó y la examinó con detenimiento. Recordó la manera en cómo la miraban durante la fiesta de Charlotte, buscando un defecto, el más mínimo error. Sin embargo esta vez se sentía diferente.
—Castiel... —su seria voz se levantó sobre el silencio sin demostrar temor de referirse al príncipe con tal familiaridad, pero inmediatamente cambió su actitud y estalló en una risita escandalosa—. Por todos los cielos ¡has conseguido una prometida encantadora!
Alice estaba estupefacta, mientras que era aprisionada entre los brazos de aquella mujer, que no paraba de alabar su belleza. Con una mirada interrogante buscó al príncipe, quien hacía esfuerzos por no echarse a reír.
—Señorita Alice —dijo Castiel, conteniendo una sonrisa que se asomaba en la comisura de sus labios, Alice fue consciente de eso—. Permíteme presentarte a Rosalya DeMeilhan, Duquesa de Candy.
Rosalya hizo una agraciada reverencia, y Alice no supo cómo reaccionar. ¿Debería responder de la misma manera? Aunque la tradición en Amoris así lo dictaba, pocos la seguían. Tan solo en su distrito creían que ese tipo de actos estaban limitados a la alta sociedad, y nadie se tomaba la molestia en seguirlos. Ahora, con Alice deseando representar a una futura princesa perfecta, los modales de la duquesa la dejaron meditando en si debería prestar más atención a pequeños detalles como aquel.