Nathaniel se dirigió hacia su taller de herrería para comenzar su labor, y de paso liberar sus tensiones con el trabajo duro que le esperaba en esa jornada. Se sentía cada vez más y más abrumado. Justo ahora, con su padre enfermo, se había convertido en el único sustento de su madre y hermana quienes no hacían mucho por ayudar. El trabajo por suerte no había escaseado; pero eso, junto con las miles de cosas que rondaban en su cabeza, aumentaba aún más su estado cada vez más exhausto. Y para colmo, había discutido de nueva cuenta con Sharon Smith.
—¡Sé que hay algo detrás de todo esto! —le había dicho más alterada que la primera vez que conversaron sobre el mismo tema—. Fui al palacio, pero Alice no estaba ahí. Además tú hermana…
—¡Basta! —gritó y enseguida se arrepintió, al ver el rostro horrorizado de la chica. Estaba furioso, los puños cerrados conteniendo su ira—. Te lo dije: ni siquiera se te ocurra volver a decirme una sola palabra sobre Alice. No quiero saber de ella, no quiero ni escuchar ese nombre. Cuando quieras conversar sobre otro tema te escucharé. Pero si traes el mismo tema a colación… te juro que no seré amable contigo.
La cara de Sharon era pura estupefacción ante tal amenaza.
—¿Quién rayos eres? —cuando lo dijo había tristeza en su voz. La pregunta tomó desprevenido a Nathaniel.
No creía que algo hubiera cambiado en él. Él fue el traicionado. ¿Por qué no lo podía entender? Incluso le dio la oportunidad a Alice de explicarse, exigió una respuesta y Alice nunca se lo dio. O no por lo menos en el plazo que él solicitó.
Siempre era un «No te lo puedo decir. Hay un impedimento. Dame un día». ¿Qué más daba decírselo en ese momento?
Sharon suspiró cansada y lo miró directamente a los ojos. Odiaba que hiciera eso, que saliera una especie de instinto maternal en ella y le reprendiera como si fuera un niño pequeño.
—Nath, solo contesta esta pregunta y jamás volveré a hablar de este tema. Es más, no la contestes para mí, contéstala para ti mismo. Tú ¿de verdad confiabas en Alice? —él se rió ante la cuestión tan absurda, pero eso no amedrentó a la chica—. Si tu respuesta es sí, si de verdad confiabas en ella... ¿conversaron apropiadamente? No como lo estás haciendo conmigo, evadiendo el tema, enfadándote. Gritando. ¿Dejaste tu maldito orgullo y la escuchaste sin interrupciones?
Nathaniel no pudo evitar negar la última pregunta en su corazón. No es que como si se hubieran dado la oportunidad de sentarse a tomar una taza de té y charlar. Pero Alice tampoco había sido clara en ningún momento.
«No es lo que crees. No tuve otra opción», siempre eran explicaciones ambiguas.
—Pero si tu respuesta es no —continúo Sharon, esta vez aún más seria—, entonces entenderé tu actitud. Y también entenderé porque Alice te dejó.
La última oración le dolió más de lo que estaba dispuesto a aceptar. Por supuesto que confiaba en Alice, la había escogido como compañera de vida ¡se iban a casar! ¿Qué otra muestra de confianza quería? Alice había sido la única encargada de destruir todo rastro de su relación.
—Cualquier confianza que hubiese tenido en ella murió el día en que pisó el palacio —se limitó a responder.
—¡Lo vez! A eso me refiero. Eres demasiado orgulloso y egoísta como para pensar que solo se trata de ti, que solo tú sufres, que solo tú eres el afectado. ¿No crees que a ella le pase lo mismo? Si de verdad hay algo más detrás de lo que aparenta ser ¿no crees que está sufriendo en donde quiera que esté?
Nathaniel se enfureció aún más.
—¿Por qué haces esto? ¿Por qué aún tienes fe en ella?
—Porque la conozco, más que mi amiga, es prácticamente una hermana para mí. Y sé que ella no puede echar su vida a la basura, no sin un buen motivo detrás de esto. ¿No se te ha ocurrido ver más allá de lo que está a simple vista?
Detestaba a Sharon por ser tan insistente, detestaba que le hiciera cuestionar todas sus acciones.
Y se detestaba a sí mismo por dejarse influir por sus palabras. En su mente quedaron grabadas todas las preguntas de Sharon, y hacía esfuerzos inmensos por no buscar una respuesta.
Nathaniel se detuvo antes de entrar en su taller, con un nuevo mal presentimiento. La puerta estaba semiabierta, claro indicio de que alguien había entrado. Lo primero que pensó fue que había sido víctima de un robo, pero ¿qué caso tendría robar el instrumento de un pobre herrero?
Aún así, entró con mucha cautela, sin imaginar que una mujer que él conocía muy bien se encontraba dentro.
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Lo primero que Alice notó al despertar fue que el candelabro en el techo era más pequeño, y un poco más bajo que de costumbre y que la habitación en general se había encogido. Entonces recordó que ya no se encontraba en el palacio, había llegado a Candy con Rosalya, y si bien su hogar superaba a las grandes mansiones del Primer Distrito, no se comparaba a la majestuosidad de la residencia de la familia real de Amoris.
Se sorprendió al notar lo mucho que se había acostumbrado a despertar en una espaciosa habitación, a la misma rutina con Iris y Melody entrando cuando ella ya había salido de la cama, y a todas las preparaciones matutinas que realizaban juntas.
Se sintió bien cuando comenzó a realizar todas las labores que realizaban las mucamas por su cuenta. Rosalya le había dicho que, a diferencia de su primer viaje a Candy, no era necesaria la asistencia de algunas de las mucamas, pues irían a su hogar y no a un lugar deshabitado como la casa de verano de la familia real. Realizaron el viaje solo Rosalya, Alice y un par de guardias que las escoltaron durante todo el recorrido.
Algunas veces creía que se estaba dejando mimar demasiado, porque estaba consciente que en algún punto todos esos cuidados terminarían y le corresponderían a alguien más. Alice ya no tendría cabida en el palacio cuando el príncipe fuera coronado como rey y eventualmente encontrara con quien pasar el resto de su vida.