La paz se respiraba en cada resquicio de Ciudad Capital. Las calles, inundadas de una calma incapaz de hallarse en otro lugar, a pesar del bullicio característico de una aglomeración urbana como lo era. Habían modernizado la ciudad, tanto, que era imposible recordar cómo se veía antes de las Guerras de Sisika: cincuenta largos años de devastaciones que dejaron a todo el planeta hecho un lío. Y bueno, lo seguía siendo pero no ahí.
Darrius se preparaba en la Sala Carmesí para otro de sus discursos. El regente era vitoreado por todos, los niños pequeños siendo cargados sobre los hombros de sus padres llevaban globos con los característicos colores de la bandera de su régimen, blanco y azul ultramar, y tanto hombres como mujeres lo aclamaban como a un héroe. Lo era ante la vista del mundo: hacía veinte años, cuando era joven y sus cinco décadas no se reflejaban en su rostro, había puesto el punto final de las Guerras de Sisika expulsando de Ciudad Capital a los rebeldes y eliminando cada uno de los complejos militares que estos tenían, e instaurando una nueva forma de gobierno lejos de la corrupción y la opresión, pues hay que decir que el regente Darrius era piadoso, ya que en lugar de masacrar a los rebeldes les permitió vivir sin el lastre de sus antecedentes siempre y cuando siguieran el camino de la rectitud.
En la Plaza de los Recordados frente al capitolio, la multitud miraba ansiosa el balcón por el que Darrius saldría a hablarles con su uniforme gris y azul, sus montones de medallas al pecho y una sonrisa benévola pintada en el rostro. Siempre era así. Salía, hablaba, lo amaban y aplaudían, y se retiraba.
Y Jayden, pues, trabajando como siempre. Él y su equipo lo miraban desde todos los ángulos habidos y por haber cubriendo cada posibilidad de ataque. ¿Paranoicos? Tal vez, pero de esa paranoia vivían. Eran el equipo de seguridad del regente, su servicio secreto. Aunque Jayden era el comandante de Heavenly, el ejército de Ciudad Capital, tenía como prioridad velar por la seguridad del mayor exponente de la capital. Pero en palabras de Darrius «Si Jayden es el mejor, debo tener al mejor cubriéndome la espalda». Admito que el regente tenía una manera muy especial de nombrar cargos, pero si le funcionaba de ese modo ¿qué más se podía hacer? El era la máxima autoridad después de todo.
—Buen trabajo chicos —resopló Jayden quitándose el casco y pasándose una mano por el cabello. El comandante Jayden Kaczmarek era bastante atractivo. Su cabello era oscuro como el ébano, largo a la altura de los hombros y ligeramente ondulado, rapado del lado izquierdo, mas lo llevaba bien recogido en una pequeña cola de caballo; la barba pulcramente recortada enmarcaba su mentón cuadrado y su sonrisa blanca cual nieve recién caída; sus ojos eran algo digno de mención, no cualquiera nacía con iris violeta que atraían las miradas más curiosas; tenía una perforación en el lóbulo de la oreja izquierda donde lucía un piercing de plata con forma de calavera. A sus veintiocho, su cuerpo bien moldeado, de espaldas anchas y músculos definidos era la envidia de muchos así como el imán de chicas más poderoso, aunque no era tan alto, un metro setenta y cuatro era el limite de su estatura. Piel caucásica, facciones varoniles, cabello de princesa, ¿qué más podía pedir? Era todo un cliché.
—Otro día más sin novedades comandante —dijo Toraint Delunay, una joven muchacha de piel trigueña y cabello lacio color chocolate a la altura de la cintura. Muy bella.
—Y que siga así —correspondió Jayden mientras se acomodaba el intercomunicador de su oído derecho.
Esa era su vida. Día tras día de cuidar la vida del regente sin ningún tipo de atentados o sorpresas que los pusieran alertas, pacíficos días. Tras terminar una jornada de trabajo volvían a la Sala Azul que más que una sala era un mini complejo militar debajo del capitolio. Pero cuando se referían a dicha sala, lo hacían refiriéndose al sitio desde donde monitoreaban toda la actividad de la ciudad, incluido el edificio donde estaban. Y desde ahí Jayden transmitía órdenes a todos los guardias en servicio, organizaba las patrullas en las calles, vigilaba la integridad del muro fronterizo y muchas cosas más. Hasta cierto punto era aburrido, pero era preferible a la excitación de la guerra.
—Comandante, repórtese en la Sala Carmesí en diez minutos —la voz en el intercom sonaba áspera para ser el regente pero era él. Jayden confirmó y se sentó en la silla frente a las pantallas que tenía la sala de seguridad del capitolio. Suspiró, estiró los brazos que le dolían debido al tiempo en que los mantuvo a su espalda durante todo el discurso de Darrius y echó hacia atrás la cabeza intentando relajarse.
—Aryan, ¿dónde está Eaton? —dijo de repente recordando algo importante.
El soldado mencionado, Kyle Aryan, se encogió de hombros ante la pregunta dándole la negativa al comandante y quitándose la boina salió de ahí hacia su habitación para darse un baño. Jayden hizo una mueca que más que enojo reflejaba despreocupación. Buscó en las cámaras a su compañera hasta que la encontró en el recinto donde recibían a los cadetes. No pudo reprimir una sonrisa al notar la mirada despectiva que les dirigía aunada a los gestos enérgicos que indicaban, seguramente, un contundente regaño.
—Sargento Eaton, ¿qué sucede ahí? —exigió Jayden tomando seriedad. Se apretó el intercom al oído esperando una respuesta.
—Estos reclutas vienen más verdes que el césped, tan verdes que podrían ser guisantes, señor —gruñó la mujer girando la cabeza del lado del intercom, tras dirigirle un vistazo veloz a la cámara.
—Pues hágalos madurar, sargento —Jayden se estaba divirtiendo, sobre todo al ver que la soldado abría la boca en gesto indignado y luego la volvía a cerrar sin decir nada —. Usted puede con esto, ¿o no?
—¿Desde cuando nos hablamos de "usted", Kaczmarek? Serás mi comandante, yo tu mayor en edad y claro que me debes respeto, pero hablando así me haces sentir una anciana.