Bebió un sorbo que raspó su garganta, quemando y ardiendo a medida que descendía por su cuerpo. Había encontrado un preciso rincón donde estar tranquilo, que no perdiera la visión completa de la sala y que no llamara la atención. Al lado de la arcada del salón de caballeros, cercano a la mesa de bebidas y bocadillos, un poco apartado de los caballeritos novatos que lo habían hastiado toda la tarde con sus superados comentarios sobre la guerra y la sangre. Había deseado sacudirles las ideas de un golpe al oírlos despotricar contra los valientes soldados, mientras ellos se escondían bajo los faldones de sus padres, de un apellido y del dinero. No tenían idea de lo que era el hambre, pero opinaban sobre los humildes que apenas tenían un pan; se quejaban de soportar el olor nauseabundo de Londres porque entorpecía sus tardes bajo las glorietas y no habían tenido que caminar descalzos por sus calles; lamentaban el sabor de la crema de sus finos bocadillos, pero ninguno había sentido sus entrañas gruñir de hambre o meter en su boca algún insecto gigante.
Bebió el resto de la copa y sus ojos rápidamente volaron al reloj constatando que gracias a Dios la hora había avanzado y restaba menos para aislarse en la habitación, olvidar al mundo que lo rodeaba al menos un momento y encontrarse a solas, en silencio.
Entre las risas exageradas de las jóvenes señoritas que aprovechaban los chistes malos del señor Archer y su prometedor hijo, oyó el llamado para cenar. Casi sin pensar, volvió sus ojos al reloj como si hubiera olvidado qué hora era apenas unos segundos antes y pensó en Cadence. No había cruzado a la peligrosa señorita desde que la había visto descender por la escalera, detrás del grupo de caza maridos. Es que ella era distinta. No había huido ni bajado rápidamente; no había esperado un buen rato arriba, a que las prometedoras dotes descendieran primero. Sólo se había detenido a escasos escalones de ellas, con un vestido repleto de pequeñas florecitas delicadas que realzaban su estilizado cuello y aquel par de labios que había estirado con timidez.
En la cabecera de la mesa, el elegante Hemingway sonreía a Lord Richmond, mientras que a su lado su distinguida esposa, Brooke, elegante cual ninguna otra, derrochaba sonrisas a John Miller y su preciosa hermana Jane, que al parecer recordaban alguna temporada Londinense y las torpezas de Lord Raine. Entonces allí, mientras Drake silencioso y distante de las conversaciones en general, metía un bocado de faisán en su boca; entre las llamaradas rojizas del candelabro que adornaba la mesa, encontró los ojos de la solterona. Se abrían y cerraban con ímpetu al encontrar los suyos, como si los hubiera buscado con desesperación largo rato y al encontrarlos, despotricara molesta. Clara señal de que tenía novedades respecto a su petitorio.
Drake deseó rodar sus ojos y suplicarle que dejara de hacerlo, pero sus cejas expresivas continuaban insistiendo una y otra vez, bajaban y subían, abría sus ojos grandemente y asentía con movimientos de su cabeza. Quiso gritarle que dejara de hacer tantas morisquetas, que llamarían la atención de cualquier comensal que la mirara; pero por más que intentara disimular enderezando su espalda o desviando su rostro hacia otro lado, cuando se volvía a ella, sus movimientos insistentes y aquel par de ojos saltones, expresivos y obstinados lo exasperaban. Llevó la servilleta a su boca y tosió levemente al notar que sus comisuras se estiraban sonrientes. No parecía entender que debía dejar de hacer todo aquel escándalo mímico y al mismo tiempo observarla era lo más gracioso que había visto en días. Convencido que ella no dejaría de hacerlo, replicó el gesto de sus ojos y respondió con un movimiento de su cabeza. La vio asentir dando por sentado que había entendido el mensaje y la cena continuó en paz.
Mientras los caballeros mayores, cargados de tantas canas como años, declinaban la compañía de sus esposas para zambullirse en el viejo salón a fumar sus cigarros, beber hasta perder el equilibrio y conversar sobre inversiones y dinero; los más jóvenes optaban por oír a la hija mayor del duque de Welllington tocar pianoforte y a su íntima amiga, Jane Miller, recitar los poemas de William Blake.
De alguna manera extraña, la voz melodiosa unida a las notas cálidas, aliviaban su mente agobiada e imaginó que quizás el sueño lo alcanzaría esa noche.
Yacía en el sillón entre murmullos, risas y aquella armonía que lo transportaba lejos de allí. Era a su infancia, en aquella casa, sentado junto a la ventana de la pequeña biblioteca mientras oía el quejido de la mecedora de su madre que tarareaba una melodía suave y delicada.
—Madre… ¿puedo jugar con mis soldaditos?
—No, hijo mío. Debes esperar aquí sin ensuciar tus pantaloncillos. No querrás que tu padre te encuentre todo sucio y desalineado ¿verdad? —Movió su cabeza de un lado a otro como si de verdad lo comprendiera, cuando en realidad solo anhelaba llevar su caja de soldaditos al rincón del callejón y oír las historias de la señora Diane sobre aquel lugar repleto de animales.
—¿Falta mucho para que llegue?
—Solo un poco más, Drake. Solo un poco más. — Estaba seguro que su padre no llegaría aquella tarde, como tampoco lo había hecho la quincena anterior. Apoyó su rostro sobre el puño y cruzó sus piernas en el suelo mientras veía el sol esconderse.
— ¿Sucede algo, señor Denson? —el hijo mayor del marqués de Normanby, un hombre cabal con quien había tenido una breve conversación en el jardín, llamó su atención. Enderezó su espalda y como si recién despertara, movió su cabeza en negativa y bebió un sorbo de la copa. —Qué belleza de voz, qué delicia de mujer… —Susurró mientras levantaba una ceja en dirección a Jane. Él asintió aunque poco convencido. No era secreto que la señorita Miller era pretendida por muchos y durante el corto tiempo que llevaba en la casa, no habían escapado a la atenta mirada de Drake, las sonrisas constantes y galanteos que hacía a Walter Harris, Richard Spencer, Lord Beauckler, el hijo mayor y heredero del duque de Kent y claro que al heredero de Normanby. Una colección de pretendientes felices de sus pestañeos y ser dignos de una de sus perfectas sonrisas. —Tengo entendido que está soltera y aún sin compromiso. Al menos de eso alardeó su hermano cuando nos encontramos en Londres. Una preciosa flor que espera ser cuidada, ¿no lo cree?