Cadence observó la curvatura de la P por enésima vez mientras intentó concentrarse en la lectura y pronunció en voz alta, aunque apenas audible a sus propios oídos: “¿Por qué, por qué dices eso? ¿Tú crees que viviría una vida de celos, cediendo cada vez la sospecha con las fases de la luna?...”
— ¿Cómo es eso posible, señor Harris? —La voz angelical de la pérfida de Jane volvía a distraer su lectura. Levantó los ojos de la página lo suficiente para vislumbrar la mano derecha de ella apoyada en el antebrazo de quien había sido su prometido, quien elegante cual ningún otro y con aquel cabello peinado a la perfección, sonreía y susurraba alguna palabra que era imposible oír.
— ¿Otelo? —La voz de Drake la sorprendió por la espalda. —Por Dios, señorita, ¿no podía traer una lectura un tanto más amena? ¿Otelo? Apenas puedo creerlo. —Dijo sentándose junto a ella, quien de inmediato irguió su espalda y se separó un tanto de él y carraspeaba, nerviosa.
—No entiendo el porqué de su comentario. Otelo es una obra magnífica que sólo me inspira a pensar qué habría sido de la vida de Desdémona y Otelo si no hubiera existido Yago, Casio, Rodrigo… —Sus ojos volvieron a posarse en la pérfida de su prima y Drake rio. Caddy resopló y cerró el libro haciendo que resonara como un golpe seco. — ¿De qué se ríe ahora? —Cuestionó.
—De su ingenuidad o la simpleza de su comentario.
— ¿Ha leído Otelo? —Cuestionó desafiándolo.
—Claro que sí. Lo he leído. Quien parece no conocer más que la simpleza de sus personajes, es usted.
—Es usted un presuntuoso engreído.
—Y usted una ingenua, pero por decirnos nuestras verdades no vamos a tener una de nuestras discusiones ¿verdad? —Caddy lo observó estupefacta y curiosa.
—Muy bien… Veamos Señor Instruido, ¿por qué cree que mi comentario es superficial? Le advierto que he leído esta obra al menos cinco veces. —Drake sonrió y puso la boca de lado, clara señal que se sentía ganador y Caddy respondió de igual manera. Podía sentirse en desventaja literaria frente a un caballero como el Duque de York, pero no frente a un barbudo atrevido.
—La ha leído muchas veces, en eso no hay discusión, pero me temo que su apreciación de ella es superficial. ¿Cómo puede preguntarse qué sería de sus vidas sin la presencia de Yago o cualquiera de los demás? En la vida, señorita, siempre encontraremos personas mal intencionadas. ¿Podemos acaso controlar las acciones de los demás? ¿Sus pensamientos? ¿Las palabras que salen de sus bocas? —Caddy lo observaba curiosa, intrigada y hasta expectante. Tenía razón en todo lo que decía. —Claro que no. Sólo podemos aprender de nuestros errores o de nuestras decepciones e intentar no repetirlos, cambiar lo que está mal o daña a los demás. —Sonrió triunfante y ella lo observó fijo a los ojos. El silencio reinó entre los dos un instante mientras se sostenían la mirada el uno al otro.
—Entiendo. Tiene razón. ¿Pero entonces cree que hay historias que tienen como destino ser tristes y fatídicas? ¿Qué siempre habrá un mal rondando y arruinando nuestras vidas?
—Creo, señorita Cadence, que si no cambiamos lo que somos, nuestras circunstancias y nuestras limitaciones, siempre seremos iguales y nuestro destino no va a cambiar. Otelo era celoso, su gran mal. Si no hubiera existido Yago para sembrar la duda en él, creo que su matrimonio de todas maneras hubiera fracasado y terminado trágicamente; hubieran aparecidos otros Yagos en su vida pues a pesar de su gran amor por ella, estaba enfermo y obsesionado.
—Debo decir que me ha sorprendido. Tiene toda la razón.
—Siempre la tengo. Con su permiso… —Respondió mientras le sonreía con su boca de lado. Finalmente había ganado. Se puso de pie y ella lo vio alejarse y perderse entre los árboles. Se sorprendió a sí misma de desear que se quedara. Después de todo no solo era extraño, misterioso, un vil extorsionador y atrevido cual ningún otro; el condenado era inteligente y hasta podía ser una compañía agradable.
Harris conversaba con los caballeros un tanto a la distancia y sus ojos se volvieron a ella. Extendió sus dedos saludándole y Cadence respondió con una sonrisa nerviosa mientras volvía abrir su libro en cualquier página. Dolía y mucho. La salida de campo había sido un fracaso. Todo había terminado como siempre y jamás cambiaría para una solterona: solitaria y apartada del montón.
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El galope del semental sobre el camino y el aire fresco de la tarde sobre su rostro, aliviaba su rabia. Había soportado la estúpida salida de campo, las conversaciones vanas, el coqueteo ridículo de caballeros repletos de dinero a señoritas disponibles y no había obtenido de ello algo importante. ¿De qué había servido tanto esfuerzo, suponiendo que ella aprovecharía la oportunidad? De nada. Brooke Hemingway no se había movido de la manta donde reposaba su delicada figura más que para meter sus pies en el agua fresca del río.
Desde que le había sido encomendada aquella tarea, no había avanzado ni un céntimo y comenzaba a desesperarse. En su vida había seguido los pasos de un conde en la ruina; rescatado a un príncipe de ser embaucado por un tramposo; había robado recompensas de juego; comprado propiedades con nombres falsos para esconder dinero; encontrado a la hija del Marques de Londonderry que por amor había huido con un fanfarrón aprovechado; robó cartas comprometedoras a la esposa de un general y hasta se había disfrazado de pirata para que uno de sus clientes cobrara una recompensa. Infinidad de trabajos que le habían dado reputación y dinero, pero que más allá de todo aquello, lo acercaban a su objetivo ¿Cómo podía ser posible no descubrir al amante de una señora indecente? Aún resonaban en su cabeza las carcajadas de Byrion y hasta la sorpresa que le había producido que un hombre como Hemingway pagara semejante suma por un trabajo “tan sencillo”.