Antes de Diciembre

Cap. 2: La chica sin hobbies

—He llegado tarde a mi primera clase —me soltó Naya, malhumorada, 
dejando la mochila en el suelo para sentarse delante de mí. 
Yo, por mi parte, estaba probando las hamburguesas de la cafetería. No 
estaban mal si las comparabas con el sabor del resto de la comida que 
preparaban. 
—¿Por qué? —pregunté con la boca llena. 
—¡Qué asco! No me hables con la boca llena de comida. 
—Ups… —Tragué—. Perdón. 
—Bueno, no importa. He llegado tarde porque ayer estuvimos en casa de 
Will hasta las tantas de la noche y esta mañana me he dormido. —Suspiró y 
me robó una patata—. Bueno, valió la pena. Hacía mucho que no lo veía y 
eso. Pero el profesor me ha mirado con una cara… 
—Tampoco habrá sido para tanto —dije—. En mi clase hay tanta gente 
que podrías irte sin que nadie se enterara. 
—Y en la mía, pero me molesta no llegar puntual. —Suspiró y agarró el 
cuenco de sopa que había comprado—. Huele raro. 
—Huele raro y sabe a gato muerto. 
—¿Cómo sabes a qué sabe un gato muerto? ¿Lo has probado? 
—Pruébalo y me cuentas. 
Ella se tomó un momento para darle un sorbo a la sopa. 
—Vale. Sabe a gato muerto y podrido. 
—¿Lo ves? 
Dejó la sopa a un lado con mala cara y agarró el sándwich de pavo. Eso 
pareció una mejor opción. 
—¿Ya has hablado con tu novio? —me preguntó, curiosa.

—Esta mañana me ha mandado un mensaje preguntándome qué tal todo, 
pero poco más. 
—Podríais hacer algo por Skype —sugirió—. Will y yo lo hacíamos 
cuando no podíamos vernos muy a menudo. 
—¿Hacer algo? —pregunté, confusa. 
—Algo sexual, mujer. —Se rio—. No pongas esa cara, no es para tanto. 
—¿Por qué siempre terminamos hablando de eso? 
—Porque es interesante. Otra opción es comprarte un vibrador en 
Amazon. 
—Será mi plan B. 
Eso me recordó a alguien con un plan de lanzar vecinos cotillas y 
profesoras de ballet por la azotea de su edificio. Esbocé media sonrisa al 
imaginármelo y seguí comiendo mientras Naya me hablaba de sus clases. 
Cuando volví a la residencia, vi a Chris sentado tras el mostrador. Estaba 
jugando al Candy Crush, pero levantó la cabeza cuando me oyó abrir la 
puerta. 
—Ah, hola, Jennifer. ¿Qué tal tu primer día? —me preguntó, mucho más 
tranquilo que la última vez que lo había visto. 
—Un poco aburrido, la verdad. Solo ha habido presentaciones de 
profesores. 
—Mañana ya empezaréis el temario y no te aburrirás tanto. —Me sonrió. 
—O el aburrimiento será peor. 
—Esa no es la actitud adecuada, Jennifer. —Me miró, muy serio. 
—Puedes llamarme Jenna, ¿sabes? O Jenny. Como prefieras. Ni siquiera 
mi madre me llama Jennifer. A no ser que esté enfadada. 
—Jenna, entonces. 
Dejó el móvil a un lado para centrarse en mí. 
—Naya me ha dicho que os lleváis bien. Es una gran noticia. Cambiar a la 
gente de habitación siempre es un lío de papeles. 
—¿Cuánta gente pide cambios? 
—Más de la que te puedas imaginar —me aseguró—. Ayer vino una chica 
diciéndome que su compañera de habitación tenía un sacacorchos escondido 
bajo su almohada y que estaba convencida de que quería apuñalarla con él. 
Ha pedido el traslado inmediato. Pero esas cosas tardan mucho en procesarse. 
—¿Un… sacacorchos? 
—Sí. —Dudó un momento—. Ahora que lo pienso, no he vuelto a verla. 
—Quizá le haya clavado el sacacorchos en un ojo. 
—Quizá. —Se encogió de hombros—. Mientras no hayan roto nada…

—Me encantan tus prioridades, Chris. 
Me ignoró, y cuando volvió a coger su móvil, ahogó un grito. 
—¡Mierda! Me he quedado sin vidas. 
Estaba tan ocupado maldiciendo al creador del juego que no respondió a 
mi despedida. 
En el pasillo de la residencia había dos chicas gritándose por no sé qué de 
una camiseta, así que tuve que pasar rápidamente por su lado para que no me 
volara una almohada a la cabeza. Había tenido más suerte de la que creía con 
Naya. 
Cuando por fin llegué a mi habitación —me sentía como si hubiera 
cruzado una zona de guerra—, suspiré pesadamente. Ya había terminado de 
colocar todas mis cosas esa mañana, así que el cuarto empezaba a parecer un 
poco más habitable que el día anterior. Miré la pared lisa que había junto a mi 
cama y me pregunté qué tal quedaría ahí un póster de un cerdo rojo. 
Justo cuando estaba dejando la mochila en la cama, escuché que mi móvil 
sonaba. La cara de mi madre apareció en la pantalla táctil con una gran 
sonrisa. 
Supe enseguida que su versión real no tendría una gran sonrisa. En 
absoluto. 
—¡Jennifer Michelle Brown! —me chilló en cuanto descolgué. 
Me despegué el móvil de la oreja un momento antes de volver con ella. 
Mi forma de saber si tenía problemas con mi madre era tener en cuenta 
cómo me llamaba. Usaba Jenny cuando estaba de buen humor. Jennifer estaba 
reservado para esos momentos en que empezaba a irritarse conmigo. Cuando 
me llamaba por mi nombre completo… era mejor salir corriendo. 
—Hola, mamá. Yo también te echo de menos. 
—¿Se puede saber por qué no me has llamado? ¡Ya llevas una semana 
ahí! 
—Pero… pero si llegué ayer por la tarde. 
—Para mí ha sido una vida entera —me aseguró con dramatismo—. 
¿Cómo estás? ¿Cómo es tu compañera de habitación? ¿Y tus compañeros de 
clase? ¿Y tus profesores? ¿Hace buen tiempo? 
—Estoy bien. Mi compañera de habitación se llama Naya y es muy 
simpática. Mis compañeros de clase estaban tan dormidos como yo esta 
mañana, así que no lo sé. Y hace buen tiempo. Bueno…, ahora está nublado, 
pero, por lo que he visto, aquí suele llover a menudo. ¿Ha nevado en casa? 
—Es septiembre. Claro que no ha nevado, ¿ya te estás volviendo loca por 
la soledad?

—Mamá, no estoy sola. Estoy con Naya, ya te lo he dicho. 
—Bueno, la soledad es muy relativa. ¿Cogiste tus botas? 
—Sí. 
—¿Las negras y las marrones? 
—Sí, mamá. 
—Ya sabes que siempre te pones las marrones, que son más bonitas, pero 
no sirven para nada y, en cambio, las negras… 
—Tengo las dos. 
—Usa las negras cuando llueva. No quieras ir de lista o te resfriarás. 
—Mamá… 
—¿Y el abrigo? 
—También. 
—¿Cuál? ¿El verde? Ay, Jenny… 
—¡Ma…! 
—¿Te estás abrigando? Que siempre vas como quieres y te resfrías. 
—¿Por qué te crees que me voy a resfriar haga lo que haga? 
—¡Porque es verdad! 
—Me abrigo bien. 
—No me lo creo. 
—¡Mamá! 
—¿Y la comida? 
—Está bien. 
—¿Bien? 
—No está tan buena como la de papá, pero tampoco está mal. 
—¿Y estás comiendo bien? 
—Que sííí… 
—Cogiste unos kilitos estos meses por los nervios, espero que no los estés 
perdiendo. Te sentaban muy bien. 
Me quedé mirando al espejo. Era cierto que había engordado un poco esos 
meses. Me pellizqué la barriga e hice una mueca. 
—Me siguen entrando los pantalones y no se me caen, así que me 
mantengo bien. 
—No comas comida basura todos los días, que nos conocemos. 
—Mamá, soy una adulta. 
—Una adulta —repitió, casi riéndose de mí—. Espero que no hayas 
comido una hamburguesa el primer día, señorita. 
—Claro que no —mentí descaradamente. 
—Hija, se te da tan mal mentir como a tu padre.




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