Si hay algo realmente innegable en esta vida, es que todos, absolutamente todos, vamos a morir, este es el futuro compartido por toda la humanidad, y no hay cosa alguna que puedas hacer para evitarlo o cambiarlo.
No importa en donde te escondas, no importa cuánto tengas en vida, no importa cuánto desees vivir, la muerte no discrimina, y cuando ella decida visitarte, tocara tu hombro con sus manos frías y huesudas, un escalofrío recorrerá tu cuerpo desde la punta de tus dedos hasta la base de tu nuca, un silencio sepulcral inundará tus oídos, sentirás la brisa gélida de su aliento, mientras susurra en tu oído: “es hora de irse”, y será en ese momento, en ese preciso instante, que dejaras todo lo que tienes, y todos a quienes amas, para ir a aquel lugar oscuro y desdichado, en donde reina el olvido, donde nadie importa, donde nada importa.
Recuerdo muy bien aquel día, a decir verdad, lo recuerdo a la perfección. Era un lunes por la mañana. La luz del sol entraba por mi ventana, los pájaros cantaban de una forma meliflua, todo era armonía, la vida parecía perfecta, parecía que no había cosa alguna que pudiese arruinar la ataraxia que se sentía en el aire. Me sentía bien esa mañana, parecia ser uno de esos días donde todo saldría bien. Oh Dios, qué equivocado estaba, sin tan sólo hubiese sabido, no tenía ni la mínima idea de lo que me deparaba ese día.
Estaba sólo, en esa casa vieja y silenciosa, que solía ser hogar de risas y diversión, ahora era el vago recuerdo de lo que una vez fue, que nunca volvió a ser, aquellos pasillos que solían ser una pista de carrearas para los niños, ahora simplemente, eran una galería de gente muerta, un río de caras conocidas de personas que ya me habían dejado, era una tortura ver sus rostros, recordar lo que fue, y saber nunca más será, recorrer esos pasillos grises a diario era simplemente insoportable, incluso cuando estaban vivos los extrañaba, ahora que me han dejado los extraño aún más, lo peor es saber que sin importar lo mucho que los extrañes no hay manera de verlos físicamente de nuevo, solo están ahí, atrapados dentro de los cuadros, atorados en la misma escena que capturó la cámara, y ahí están, viéndome conforme paso por el pasillo, me ven dar paso por paso mientras la madera rechina y me reclama por su descuido, cada vez que paso por el pasillo me pregunto si me piensan y me extrañan de la misma manera que yo a ellos, si es que existen en algún otro lado además de mi mente y los recuadros, supongo que no lo sabré hasta que yo esté ahí.
Me asomé al jardín, como todas las mañanas, este desierto no siempre fue lo que es, antes era un oasis, era el hogar de frondosos árboles frutales, bellos adornos de jardín, numerosas flores, de colores vivos y alegres que reflejaban el espíritu y personalidad de quien las plantó, pero hoy, ya no existían, el tiempo me las había robado, y yo, ya no tenía la fuerza para revivirlas. Al principio las cuidaba con mi vida, porque en cada pétalo estaba el rostro de la mujer que les dio vida, en el rocío de la mañana estaba el aroma dulce de aquella dama, en el viento que soplaba entre las hojas, se escuchaba su melodiosa voz, como una caricia en el rostro.
Fue esa misma mañana, en esta casa olvidada del mundo, cuando menos lo esperé, que la muerte tocó mi puerta, y yo, la deje pasar, rompiendo así, la tortuosa rutina de todos los días, y a diferencia de lo que pensaba, mi armonía y serenidad no fue perturbada por su presencia. En ese momento, comencé a tener un conflicto interno, los sentimientos que tenía en mi ser eran confusos, como un mar con tempestad, los sentimientos me golpeaban como las olas en la orilla. Me sentía en paz. Me sentía calmado y preparado, pero a la vez, me sentía asustado y temeroso, sentía un nudo en la garganta y una presión en el pecho. Sin embargo pensaba que a pesar de que no hice todo lo que alguna vez me propuse hacer, no me arrepiento de nada, puesto que todo lo que hice o no me ha llevado a este momento, a esta mañana. Sabía que mi tiempo en este mundo había terminado, y como todos, tenía que dejar esta vida atrás y seguir adelante. La idea de la muerte nunca había sido tan pacifica para mí, hace muchos años, me aterraba la idea de envejecer, y claro, de morir, pero ahora, en este momento, con la muerte parada frente a mí, en el umbral de mi puerta, el miedo y las preocupaciones se desvanecen, realmente no me asusta lo que pase después de esta visita, sé que pasara lo que tenga que pasar, y eso ya no está bajo mi control, no tengo razón para preocuparme por lo que no puedo controlar o cambiar.
Dejé pasar a mi invitado, y lo llevé a mi vieja sala. Mientras ella se sentaba, fui a la cocina, tome una taza en mis manos temblorosas, y prepare un té, para la muerte, me senté frente a frente con ella, y le dije: “estoy listo para irme, llévame contigo” la muerte, tomo la taza con sus blancas y delgadas manos, la acercó a su boca, y tomó un trago, volvió su mirada hacia mí, sin decir una palabra. Un silencio sepulcral inundó el lugar. Mis manos comenzaron a sudar frío. Suspiró, y dijo: “una semana” y procedió a beber un sorbo más.