Mackenzie estaba repasando el informe final sobre Clive Traylor, preguntándose dónde se había equivocado, cuando Porter entró a su despacho. Todavía parecía un poco disgustado por los sucesos de la mañana. Mackenzie sabía que él estaba convencido de que Traylor era su hombre y que él odiaba equivocarse. Sin embargo, su estado de ánimo constantemente irritable era algo a lo que Mackenzie se había acostumbrado hacía mucho tiempo.
“Nancy dice que me estabas buscando,” dijo Porter.
“Sí,” dijo ella. “Creo que tenemos que hacer una visita al club de striptease donde trabajaba Hailey Lizbrook.”
“¿Por qué?”
“Para hablar con su jefe.”
“Ya hemos hablado con él por teléfono,” dijo Porter.
“No, tú hablaste con él por teléfono,” señaló Mackenzie. “Unos tres minutos en total, podría añadir.”
Porter asintió con lentitud. Entró finalmente al despacho, cerrando la puerta detrás de sí. “Mira,” le dijo, “esta mañana me equivoqué con Traylor. Y me dejaste realmente impresionado con ese arresto. Está claro que no te he estado mostrando suficiente respeto. Claro que eso no te da el derecho de hablarme como si fuera un crío.”
“No te estoy tratando como a un crío,” dijo Mackenzie. “Simplemente estoy indicando que en un caso donde nuestras pistas son casi nulas, necesitamos agotar todas las avenidas posibles.”
“¿Y crees que el dueño de este club de striptease puede ser el asesino?”
“Seguramente no,” dijo Mackenzie. “No obstante, creo que merece la pena hablar con él para ver si nos puede llevar a alguna parte. Además, ¿has visto sus antecedentes?”
“No,” dijo Porter. La mueca en su rostro dejó claro que odiaba admitirlo.
“Tiene un historial de violencia doméstica. Además, hace seis años, estuvo envuelto en un caso en el que supuestamente tenía una chica de diecisiete años trabajando para él. Ella resurgió más tarde y dijo que solamente había conseguido el trabajo después de realizar favores sexuales para él. Se desestimó el caso porque la chica se había escapado de su casa y nadie podía comprobar su edad.”
Porter suspiró. “White, ¿sabes cuándo fue la última vez que puse un pie en un club de striptease?”
“Prefiero no saberlo,” dijo Mackenzie. Y válgame Dios, ¿había logrado sacarle una sonrisa de verdad?
“Fue hace mucho tiempo,” dijo él, poniendo la vista en blanco.
“Bueno, esto se trata de trabajo, no de placer.”
Porter se echó a reír. “Cuando llegas a mi edad, la línea entre ambos suele difuminarse. Vamos allá. Imagino que los clubs de striptease no han cambiado tanto en los últimos treinta años.”
**
Mackenzie solo había visto clubs de striptease en las películas y aunque no se había atrevido a decírselo a Porter, no estaba segura de lo que podía encontrarse. Cuando entraron al club, eran apenas las seis de la tarde. El aparcamiento se estaba empezando a llenar de hombres estresados que salían de sus turnos de trabajo. Algunos de esos hombres prestaron demasiada atención a Mackenzie mientras Porter y ella caminaban por la recepción hacia la zona del bar.
Mackenzie asimiló el lugar lo mejor que pudo. La iluminación era tenue, como en un crepúsculo permanente, y la música estaba muy alta. En ese momento, había dos mujeres en el escenario en forma de pasarela, bailando con una barra entre ellas. Vestidas solamente con un par de delgadas braguitas, hacían lo que podían para bailar con un estilo sexy una canción de Rob Zombie.
“Dime,” dijo Mackenzie mientras esperaban al barman, “¿han cambiado?”
“Nada excepto la música,” dijo Porter. “Esta música es horrible.”
Tenía que reconocerlo; no estaba mirando al escenario. Porter era un hombre casado hacia casi veinticinco años. Cuando vio cómo se concentraba en las hileras de botellas de licor detrás de la barra en vez de fijarse en las mujeres semidesnudas encima del escenario, su respeto por él creció en cierto grado. Era difícil imaginar que Porter sería un hombre que respetara a su mujer de tal manera y en ese sentido, le gustó haberse equivocado.
Finalmente, el barman se acercó a ellos y su rostro se relajó de inmediato. Aunque ni Porter ni Mackenzie llevaban ningún tipo de uniforme, su vestimenta todavía les presentaba como personas que se encontraban aquí por motivos de trabajo—y seguramente no se trataba de un trabajo positivo.
“¿Puedo ayudarles?” preguntó el camarero.
¿Puedo ayudarles? pensó Mackenzie. No nos preguntó qué queríamos tomar. Preguntó si podía ayudarnos. Ha visto gente como nosotros antes. Primer tanto para el dueño.
“Nos gustaría hablar con el señor Avery, por favor,” dijo Porter. “Y yo voy a tomar un ron con Coca-Cola.”
“Está ocupado en este momento,” dijo el camarero.
“Seguro que lo está,” dijo Porter. “Aun así, tenemos que hablar con él.” Entonces sacó su placa del bolsillo interior de su abrigo y la mostró de frente, poniéndola de vuelta en su lugar como si hubiera realizado un truco de magia. “Aun así, tiene que hablar con nosotros o puedo hacer un par de llamadas y hacerlo verdaderamente oficial. Es decisión suya.”
“Un momento,” dijo el camarero, sin perder otro minuto. Se dirigió al otro lado de la barra y cruzó unas puertas dobles que le recordaron a Mackenzie al tipo de puertas que había visto en los salones de esas películas tan cursis sobre el oeste.
Volvió a mirar al escenario donde ahora solo había una mujer, bailando al son de “Running with the Devil” de Van Halen. Había algo en la manera en que se movía la mujer que hizo que Mackenzie se preguntara si las bailarinas de striptease carecían de dignidad y por tanto les daba lo mismo exhibir sus cuerpos, o si realmente estaban tan seguras de sí mismas. Sabía que no había manera humana o divina de que ella pudiera hacer algo como eso. A pesar de que se sentía segura de sí misma en muchas cosas, su cuerpo no era una de ellas, sin que importaran las muchas miradas lascivas que le lanzaban hombres desconocidos de vez en cuando.