En mi cara hay una gran sonrisa pintada con sangre,
se me ha visto feliz (al menos eso dice mi rostro) pero nadie me ha liberado del enjambre.
Nadie me ha preguntado qué tan falsa es mi sonrisa, mis palabras,
mis actitudes macabras que desgajan la carne por dentro pues mi oscuridad quiere que con un cuchillo la abra.
Nadie sabe, ni yo sé, si saldré de aquí mañana de este molde mal moldeado y con pésimos acabados.
Acabado cómo yo mismo,
cómo cuando acaba con los edificios más altos cualquier desalmado sismo.
Así mismo, derrumbado me encuentro siempre,
no culpo a nadie de que mi estado de ánimo no vaya a la alza,
es culpa del que está detrás de la sonrisa falsa.
¡Hay que matarlo!
Hay que desmembrarlo lentamente.
No literalmente, porque, aunque depresivo,
preferiría mil veces estar escribiendo como ahora, y no podría si no estoy vivo.
¡Vivo! En toda la expresión de la palabra,
más muerto por dentro,
busca ahí mismo mi alma.
Si, hay cosas o personas que me dan felicidad verdadera,
y en esos momentos cae mi máscara al suelo y se pinta una sonrisa real que vocifera.
Soy felíz en un pedazo de espejo roto pero sólo es efímero.
¿Felíz? ¿qué es eso?
¿quién en este mundo ha descubierto la felicidad que no sea a costa del dinero?
Que me diga el secreto.
Si me lo cuenta, nos podemos evitar tanta palabra inmunda,
tanta rabia iracunda
que sofoca y tumba
y que lo seguirá haciendo hasta la tumba.
Pero si antes de llegar a dicha lápida puedo deshacerme de esta depresión insípida
sería no un sueño, sino una pesadilla lúcida.
¡Hay que matarla!