El corazón de Mía se aceleraba con cada respiración. Aunque tenía casi veinte años, era la primera vez que saldría con un muchacho. Había conocido a Ezequiel hacía poco más de un año. El primer día de clases en la universidad, él se había sentado a su lado y desde entonces casi nunca se separaban.
Ezequiel era guapo, inteligente y amable. Podría haberse acercado a cualquier otra joven y, sin embargo, se había fijado en ella. Era realmente difícil rechazar sus invitaciones a salir, especialmente porque a Mía le gustaba mucho. Finalmente, aceptó y en pocos minutos él se presentaría por primera vez en su puerta.
Mía recibió un mensaje en su teléfono e intentó tragar el nudo que se había formado en su garganta antes de leerlo. Se había retrasado el subte y Ezequiel tardaría un poco más en llegar. Se disculpaba por eso y le aseguraba que estarían a tiempo para ver la película de superhéroes para la que ya había sacado las entradas.
—¿Todo va bien? —preguntó Alma, la mamá de Mía, al tiempo que alzaba la vista de su taza de té.
—Solo se retrasó. Quizás puedo decirle que lo dejemos para otro día. No me siento muy bien... —dijo.
—¡Tonterías! Solo estás nerviosa, pero todo irá bien —le prometió.
Mía no dijo nada. Su mamá no comprendía lo difícil que era para ella. Él no la conocía lo suficiente. ¿Qué pasaría si no la aceptaba como era y si decidía que ya no la quería ni siquiera como una amiga?
Ezequiel era su único amigo. El colegio secundario había sido un infierno para Mía y si había tenido algún amigo en la escuela primaria, ahora formaba parte de una antigua vida. Una vida a la que había dejado lejos y no tenía intenciones de recuperar.
—¿Y si no le gusto...? No creo que funcione —preguntó sentándose a la mesa frente a su mamá.
—¿Cómo no le vas a gustar? Si no le gustaras no te hubiera invitado a salir. Son tus propios miedos los que te juegan en contra. ¡Vas a ver que todo va a salir bien! —dijo Alma zanjando el asunto.
Mía hubiera deseado tener aunque fuera un poco del optimismo que tenía su madre, pero ella era mucho más realista. Había sufrido en carne propia el acoso y la marginación. Sabía lo que era sentirse absolutamente sola. El sonido del timbre la sacó de sus cavilaciones. Atendió y la voz de Ezequiel se escuchó distorsionada al otro lado del portero eléctrico.
Se despidió de su madre y bajó por la escalera los tres pisos hasta la planta baja. No quería cruzarse con ningún vecino. Ya estaba demasiado nerviosa como para tener que soportar sus miradas que ya fueran de desprecio o peor de lástima, siempre iban cargadas de una cuota de superioridad.
—¡Mía! ¡Estás muy guapa! —dijo Ezequiel cuando ella abrió la puerta.
—¡Gracias! —respondió en voz baja.
Ezequiel le regaló una sonrisa que remarcó los hoyuelos de sus mejillas sonrojadas y juntos comenzaron a caminar. Mía era apenas unos centímetros más alta que él. Era delgada y tenía el cabello rubio hasta la cintura por lo que en más de una ocasión Ezequiel bromeaba diciéndole que debería ser modelo.
—¡Ay, no! ¡Ya está empezando la película! —exclamó el muchacho cuando estaban a mitad de cuadra de la casa de Mía, la cogió de la mano y jaló de ella comenzando a correr. La joven rio y mantuvo el ritmo de su compañero a pesar de que las sandalias le hacían daño en la parte de atrás de los tobillos.
Afortunadamente Mía vivía a tres cuadras del cine por lo que la carrera contra el reloj no duró mucho. Cuando entraron en la sala ambos estaban agitados y acalorados, pero sonreían y estaban felices de estar allí.
La película acababa de empezar y los únicos lugares que encontraron para sentarse juntos no proporcionaban muy buena visión de la pantalla. Sin embargo, no importó porque ninguno prestaba atención a la película.
Ezequiel tenía los ojos verdes, pero allí, en la oscuridad, parecían color ámbar. Estaba muy cerca, tanto que Mía podía sentir su respiración sobre los labios. Cuando la besó ella correspondió insegura. Era su primer beso y en ese instante sintió que todo a su alrededor desaparecía. Sentía como si solo existieran ellos en la oscuridad detenidos en el tiempo.
Los nervios de Mía se fueron disipando y cuando Ezequiel comenzó a besar su cuello no lo detuvo. Él la deseaba y le gustaban las sensaciones que la hacía sentir, pero cuando sintió la mano del muchacho ascendiendo por su muslo lo empujó bruscamente.
—¡Lo siento! —se disculpó él, pero era tarde Mía había salido corriendo hacia su casa.
Al llegar a la vereda, entornó los ojos enrojecidos. La luz del sol le hacía daño, pero no tanto como esa voz en su cabeza que se burlaba de ella por creer en su corazón y en las palabras de su madre. Nada estaba bien. Nunca sería como las demás. Nunca encontraría el verdadero amor como las princesas de los cuentos.
—¡Mía! ¡Espera! ¡Lo siento! ¡Fui un idiota! —gritaba Ezequiel intentando alcanzarla.
La joven no se detuvo y llegó hasta la puerta de su edificio mucho antes que Ezequiel. Cerró detrás de ella y subió los tres pisos hasta su departamento. Su mamá dejó caer el tubo del portero eléctrico en cuanto la vio. Dijo algo, pero Mía no la escuchó. Se encerró en el baño llorando y respirando con dificultad.