Desde donde estaba, veía a mi amigo Christian; junto a mis vecinos. Mi padre quedó en shock cuando enfocó su vista hacia ellos.
—No puede ser... ¡Nuestros vecinos! y tú ¡mejor amigo Sebas! ¡Maldición! ¡Maldición! —Dijo mi padre frustrado y llenándose cada vez mas de cólera.
Mis piernas temblaban, mi ritmo cardíaco se aceleraba cada vez que ellos daban un paso al frente; acercándose poco a poco a su destino. Mi piel se empalidecía mientras mi temperatura corporal daba un bajón.
—¡Hoy mueren! Será rapido. Debemos de derramar su sangre lo mas pronto posible. La tierra lo anhela con desesperación —Dijo el que al parecer era el encargado principal, sin mostrar un solo gramo de remordimiento.
—¡Papa! Dime que esto es mentira. Hagamos algo, vamos a detenerlos— Dije mientras mi voz se quebraba en agonía.
—No podemos hacer nada Sebas.
Lo comprendía, más mis ganas de correr hacia ellos y con mis miserables fuerzas detenerlos, todavía estaban pendiente de mí.
Aunque en ese momento no pedía recordar y esos momentos; llegaron a mi mente como ráfagas veloces aquellos momentos y sensaciones que sus presencias me dieron.
Mi mejor amigo Christian, siempre le admiré un chico genial —Siempre quise tar genial como él— siempre lucía feliz y dinámico, nunca perdiendo su personalidad. Recuerdo que compartimos muchos momentos: jugábamos partidas del GTA VII Online y de vez en cuando, utilizábamos nuestras bicis. Recorríamos cada metro de la ciudad, explorando hasta lugares abandonados —Mi padre se afanaba mucho con que vivieramos una vida como niños normales, saliendo al aire libre y disfrutando de las cosas sencillas, algo atipico con los chicos de mi generación de solo consolas y computadoras. — Recuerdo aquellas tardes que nuestros padres iban a la playa, en "Un día solo de chicos". Construíamos ciudades de arenas con hermosos rascacielos y calles. Nos hacíamos la ilusiones de un futuro en que trabajaríamos, apoyándonos el uno al otro con nuestras respectivas familias.
Muy lamentable, mirar que aquel amigo con quien compartiste muchos momentos de tu corta vida, morirá frente a tus ojos, aquel que siempre estuvo contigo, que te ayudó y fue tu complice en tus travesuras de niño.
No aguanté. Pero mis ojos ya no emanaban lágrimas; se habían secado.
Recordé cuando una noche, se me metió una calentura terrible; los vecinos se presentaron para ser de ayuda; buscaban toallas con hielo, preparando algún té de hierbas o ayudando a mi madre a atenderme. El olor hogareño y relajado que desprendían mis vecinos era inexplicable, un aura relajante y alentadora que me causaba ahora una profunda nostalgia. Me hice muy buen amigo de uno de sus hijos, Juan. Me enamoré perdidamente de su hermana Martha, aunque terminó rechazandome. Todos mis vecinos se ganaron mi aprecio, mi cariño. No sabía que su destino iba a ser tan cruel.
Mi padre interrumpió a mi dolida conciencia.
— Sebas.. arrastremonos hacia el auto— Mi padre empezó a arrastrase por la calle vestida de rojo luto.
Con discreción subimos el auto; manchándolo de sangre. En el momento en que el viejo motor encendía, un torrencial de pura sangre brotaba del cuello de Christian.
Un cuchillo fríamente pasaba por el vientre de Juan dejando a la vista sus vísceras. La sangre se desparramaba mientras sus padres y su hermana observaban rogandoles porque no les matara. La sangre fresca salía de sus cuerpos mientras agonizaban. Brotaba como agua de un manantial la sangre que empapaba la cara de aquel cruel inhumano. Mientras que mi corazon se enfríaba como un témpano. Ese día quedó marcado en mi alma.
Mi padre que siempre se mostró fuerte tanto de mente como alma... se desplomó.
Sus llantos me partían el alma aun más. Nunca le había visto de esa manera. Esos llantos tan desgarradores, entraban en mi alma como puñaladas.
Miraba hacia adelante con horror. Movía mi cabeza bruscamente de un lado a otro tratando de sacar de ella la realidad. Mis pupilas se perdían en un charco de sangre que era mi esclerotica y mi iris.
Mi padre detuvo el auto, con un viejo trapo secó sus lágrimas y trató de detener sus llantos.
—Sebas, sabes muy bien que no debes de mencionarle nada de lo sucedido a tu madre. Que sea esto un secreto entre nosotros. —Decía mi padre muy nervioso y sollozando.
—Es...esta bien —Decía con mi voz temblorosa y mi piel tremendamente fría.
—Tenemos que limpiar la sangre del auto y la que tenemos encima. Todavía no entiendo esto... —Se recogía los brazos y bajaba su cabeza mostrando dolor. —¡Diablos! ¡Porque pasó eso! ¡Maldito ejército! —Gruñó con enojo.
Muchos habían mencionado lo sanguinario que podría ser el ejército, pero ni a mi padre ni amí, nos pasó por la mente el ser testigo de sus actos.
Ambos salimos del auto. Miramos hacia todas las direcciones con la esperanza de que el ejército no anduviera cerca. Caminamos hacia un edificio abandonado; era bastante esbelto de unos 50 pisos. Recorrí con mi mirada desde las entradas hasta las plantas mas altas del edificio. El cielo pintaba aquellos pocos vidrios intactos, de un gris potente. Un letrero en la entrada nos contaba su vieja función; un banco.
Con sigilo entramos al edificio. En el suelo vidrios rotos con sangre seca sobre ellos, nos dieron un susto: un cadaver podrido se hallaba sobre unas mesas.
Encontramos a los baños, había agua de muy poca calidad. Nos limpiamos la sangre, y con un zafacon mi padre quitó aquella sangre de los neumaticos y los asientos. Nos sentamos para tratar de aliviar el estrés adquirido. El viento frió y la ciudad solitaria nos saludaba ahí sentados.
Mi padre sacó una toalla de la parte trasera del auto, me la pasó y me sequé el cuerpo. Tenía mucho frío, las ropas humedas me habían bajado la temperatura. Ya mi mente estaba serena, sin tener la sangre sobre mi cuerpo.
Mi padre, quien nunca había fumado —Por lo menos en mi presencia—encontró una cajetilla de cigarros Malboros con 5 cigarrillos. Con un cerillo encendiño uno. El olor que desprendía era el mismo de la sangre, olor a muerte.