Aprendiz

Desaparición

Muchos años después…

 

A sus quince años Camila mostró ser cinco veces mejor que ella a su edad. Regina le enseñaba todo cuanto conocía y su hermana lo aprendía y perfeccionaba en cuestión de semanas. Se notaba que era mucho más diestra para el arte de la espada de lo que Regina había sido en su tiempo de entrenamiento.

Ahora la joven era parte de Orión, la organización de vigilantes de Isadora; apenas de un rango subordinado, pero si su habilidad seguía incrementando de esa manera en pocos meses era probable que fuese nombrada la segunda al mando del brazo de su hermana.

Los padres de ambas jóvenes habían digerido la noticia de la inquietud de Camila, su hija pequeña, sobre ser parte de Orión con tremenda alegría y aceptaron gustosos que Regina, la mayor, fuese su mentora, siendo que ella misma se ofreció de inmediato luego de saberlo. No iba a permitir que otra persona la adiestrara, no de la forma como lo hicieron con ella.

Una fría tarde, como lo eran todas las demás en ese crudo invierno, Regina y Camila entrenaban de forma acalorada en una lucha intensa sin sentir el mal clima. Era visible la diferencia que existía entre ambas: Camila ya estaba creciendo y su cuerpo era alto y torneado por el ejercicio diario, aun así conservaba todavía el rostro angelical que la caracterizaba junto con esos cabellos castaños claros brillantes con destellos rubios que bailaban al compás de sus ágiles movimientos. La forma afilada y delgada de su rostro hacia un excelente juego con sus grandes ojos color miel, y esos labios gruesos y rosados se convertían en el complemento perfecto para su enigmático rostro. En cambio Regina, quien ya tenía veintitrés años, poseía una estatura mediana, de cuerpo delgado y la piel un poco morena por el constante asoleo del trabajo. Su cabello era de un castaño más oscuro que era probable que también debía brillar, pero siempre lo llevaba sujetado en una coleta apretada para ocultarlo. Su rostro, el rostro que ella tenía era por igual aceptable. La forma de corazón de su cara junto con sus labios dibujados con líneas rojas y esos ojos cafés que tenían toques de rastros de dulzura, ya casi extinta, la hacían ser considerada como una mujer bella, pero de una forma más discreta, pues casi siempre exponía el tremendo mal carácter que la hizo ser merecedora de la punta de Orión.

Su hermana menor le lanzó un ataque feroz y Regina apenas logró detenerlo, quedando con la espada a punto de resbalarse de sus manos al evadir la embestida. En ese momento sus ojos saltaron de sus cuencas de forma sorpresiva, al tiempo que dibujaba en el rostro una mueca de desagrado y horror que ocultó con rapidez para que Camila no lo notara. Se irguió indiferente y envainó con velocidad el arma.

—¡Hemos terminado! —dijo sin mirarla y con la expresión seca.

—¡Pero si solo llevamos treinta minutos! —alegó Camila asombrada y confundida por el comportamiento que su hermana mostraba sin razón.

—Quise decir que hemos terminado tu entrenamiento —señaló con firmeza mientras se disponía a marcharse de allí con fastidio.

—¿Qué has dicho? —La impresión fue mayúscula.

—Lo que escuchaste —volvió a asegurar.

—Pero ¿por qué? —Camila avanzó detrás de ella sin comprender qué estaba sucediendo—. Todavía falta mucho de lo que debes enseñarme, ¡no puedes hacerme esto!

—¡Absorbes demasiado mi tiempo! —Se giró de golpe con un tono más alto y profundo y la miró con altivez—. Si quieres seguir aprendiendo pídeselo a alguien más.

—Hermana, tú… —intentó razonar, pero de inmediato se percató de que Regina no cambiaría de opinión pues la terquedad era la más marcada herencia que le había dado su padre.

Mientras se alejaba, dejando a Camila con el semblante destrozado, a Regina le punzó fuerte el pecho, pero ni eso fue suficiente para detenerse. En el fondo sabía que si seguía entrenándola bastarían solo unos meses más para que llegara a superarla, incluso vencerla y con eso humillarla. Era claro que no podía permitir algo similar jamás.

Encaminó sus pasos por inercia a la oficina de Orión, su trabajo de tiempo completo que a veces le demandaba más de lo que una persona común podía brindar. Pero ella no era una persona como las demás. Había jurado defender y velar por el bienestar de su pueblo a costa de lo que fuera y así fue educada desde que tenía memoria.

En Orión había trabajo que hacer esperándola y de nuevo se sentía enfadada. Sin embargo, los vigilantes que la divisaron se encontraban ya acostumbrados a los malos tratos y a la falta de tolerancia que siempre mantenía a flor de piel.

Al llegar, entró sin saludar y se sentó a leer en su enorme despacho que estaba amueblado por un gran escritorio de madera y una silla de piel café. Luego de haber transcurrido más de media hora entre papeles que nunca terminaban, uno de los vigilantes irrumpió desesperado, llevando consigo lo que parecía ser una alarmante noticia.

—Mi líder, ¡ha ocurrido… algo… inesperado! —tartamudeó el hombre con un tremendo temblor en la voz.

—¡Informes claros! —le indicó ella con la mirada puesta en sus hojas y sonando desinteresada porque, a pesar de la aparatosa entrada del joven, su mente en ese momento volaba lejos de allí.

El chico titubeó, pero aun así habló muy a su pesar.




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