AquÍ No Hay Amor (dual)

3

—¿Hemos tenido un vuelo tranquilo? —La voz mecánica sonó en los auriculares y Ailyne entendió que se preparaba el aterrizaje.

—Hemos tenido un vuelo tranquilo —respondió mientras guardaba el archivo con los documentos que había revisado durante el trayecto y apagaba la proyección.

La conferencia había superado sus expectativas. Los técnicos inventaban nuevos métodos para recuperar los datos perdidos y tenían resultados espectaculares. Se planteaba desde hacía mucho si debía cambiar su especialidad y mudarse a ese sector. Reconocía que su interés sobre el mundo antiguo se acercaba a la obsesión. Le encantaba y la llenaba de ilusión mirar retratos de los siglos pasados que le enseñaban el planeta antes del cataclismo.

«Todo era diferente entonces.»

Se unió a sus compañeros de viaje en el ascensor que los llevaría a la zona donde podían recoger el equipaje. Cerró los ojos, a sabiendas que iba a marearse. El artefacto se parecía mucho a una jaula de acero y cristal, y la velocidad con la cual bajaba le daba náuseas. No entendía por qué lo habían proyectado transparente cuando lo que se veía a través del vidrio era solo oscuridad chispeando en forma de relámpagos vertiginosos.

Una vez que salió, recogió su maleta y se dirigió al aparcamiento subterráneo. Se había librado de su Mío pensando que no tendría problemas en recorrer los veinte kilómetros de túnel por las tierras de Stray, hasta el puente de Reborn. La operación no implicaba más concentración de la que necesitaba para programar el ordenador de a bordo. No existía posibilidad de sorpresas desagradables en el camino.

«O puede que sí», pensó al salir y ver que tenía la naturaleza en contra. Una tormenta salvaje extendía sus extremidades, conquistando el cielo y la tierra. Las gotas golpeaban furiosas la cubierta del túnel y las nubes estaban tan oscuras que transformaban la luz del día en un crepúsculo tenebroso.

«Menos mal que estoy a salvo.»

Se deshizo de una parte de la ansiedad irracional que la acosaba. No escuchaba muchas veces la canción de la lluvia, los cristales de Reborn eran insonoros, aislando los espacios del ruido exterior. Pero si se parecía a esta, no le gustaba. Las notas eran demasiado altas y los efectos añadidos por los truenos y los relámpagos eran inquietantes.

Ailyne miró el reloj, calculando cuánto tiempo le llevaría el trayecto. La carretera estaba atascada y si el ritmo de avance no cambiaba, no llegaría antes de que se cerrase el puente.

No se alegró al constatar que había tenido razón. La cola de coches antes y después de ella era impresionante, aun así el puente cerró a la hora prevista. Reprogramó el ordenador para que la llevara al puerto y, al llegar, pasó las formalidades mirando por encima de su hombro todo el tiempo. Se quedó en el interior del coche, sin tener intención de salir. Los relámpagos intimidaban y el cielo cumplía la amenaza, vertiéndose en sus cabezas.

«El traslado no dura más de una hora», se consoló Ailyne, acomodándose en el asiento y procurando pensar en asuntos agradables. Pronto se encontraría en su casa, a salvo del carácter inestable de la madre naturaleza.

Había cerrado los ojos y estaba soñando con su bañera caliente y el gel con aroma de fresa cuando su mundo se estremeció.

Primero sintió los temblores. Bajo sus piernas, el suelo empezó a retorcerse. El coche tiritó al principio de modo pausado, luego de forma descontrolada. Buscó en la maleta de mano el impermeable de lluvia y se lo puso mientras procuraba distinguir algo a través del parabrisas. La curiosidad fue más fuerte que la angustia. Salió, pero no encontró respuestas en las caras confusas de los otros viajeros.

Las pocas luces de vigilancia proyectaban sombras lúgubres en la oscuridad, pero eran tan débiles que escondían más de lo que enseñaban. A pesar del fuerte chaparrón, de las gotas repicando contra los coches, se escuchaba el rugido del río, el oleaje enfadado componía crestas iluminadas fantasmagóricamente por los relámpagos.

Luchando para mantener el equilibrio, Ailyne gritó preguntando a sus compañeros, sin éxito alguno. Nadie parecía saber por qué el buque se sacudía como si quisiera librarse de la carga. De ellos.

No se veía ningún oficial, nadie para ofrecerles una explicación. Las correas que aseguraban los vehículos se soltaron y estos chocharon entre sí, el metal crujiendo y chirriando. Los pasajeros se asustaron y empezaron a correr hacia un lado para volver luego al otro, atrapados en la plataforma del barco. Las llamadas de ayuda se desvanecían entre los truenos que lanzaba el cielo y el gimoteo del metal esforzándose en no desmoronarse.

Al instante, se desencadenó el infierno sobre el cual Ailyne había leído.

Más tarde, cuando intentaba recordar el momento, estaba segura de haber notado un destello de luz escarlata. Pero en ese momento simplemente escuchó los gritos inhumanos, vio la confusión en los rostros de sus compañeros y sintió el olor siniestro y helado de la muerte. Sus alarmas internas se dispararon, pero no tuvo tiempo de entrar en pánico. Algo o alguien la empujó con fuerza, tirándola contra el suelo duro. Las retinas se le salpicaron de estrellas coloreadas y todo a su alrededor se volvió negro.

Negro como una tumba.

 




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