AquÍ No Hay Amor (dual)

4

Celso balbució una serie de frases denigrantes, calumniando su suerte. Estaba empapado, nervioso, y sus rodillas castañeaban indignadas por haberlas sacado a pasear con ese tiempo. Conforme con el calendario deberían gozar de las altas temperaturas del verano, pero la tormenta había traído una ola inesperada de frío.

Entendía que el trabajo era trabajo a pesar de las condiciones climáticas. Por desgracia, no tenía dotes sobrenaturales. Nadie sería capaz de distinguir algo en las circunstancias dadas, lo que le decía que las aguantaba para nada.

La lluvia seguía sin parar y la orilla parecía decorada por un artista chiflado: troncos partidos, plantas rotas con sus raíces rodeando los otros objetos como un cordón umbilical, y Dios sabía qué otras basuras traídas del diluvio habían cambiado el bonito paisaje por uno desolador. El pensamiento de que los de la limpieza tendrían una faena peor que la suya lo alegró por un instante.

Apostaría a que nadie salía de casa si no estaba obligado a hacerlo; probabilidades cero de que alguien fuese al río. Pero aunque su suposición era más que certera, se empeñó en continuar la caminata mientras seguía maldiciendo el tiempo, su vida y cada piedra que golpeaba con la bota.

El nivel del torrente había subido. Donde antes las aguas estaban limpias y cristalinas, ahora se veían mugrientas, llenas de tierra, arena y restos. Y furiosas. Las ondas se precipitaban aceleradas en un galope turbulento acompañado de un rugido amenazador. No, definidamente no era un buen día para salir de paseo o darse un baño. Ni para trabajar.

Entre las bofetadas de la lluvia que lo dejaban casi ciego, Celso vislumbró un destello amarillo. Al lado de un tronco grande, algo que se parecía a un impermeable hacía contraste con todo el gris del paisaje. Se acercó con pasos perezosos, pero empezó a correr cuando entendió que la forma oculta bajo la basura era un cuerpo humano.

Bloqueó sus sentimientos como había aprendido cuando trabajaba en el hospital. No debía esperanzarse, podría ser demasiado tarde. Pero su corazón no opinaba lo mismo y amenazaba con salir y llegar al sector antes que él.

Sí, era una persona, una mujer de hecho, notó al acercarse. Celso tiró con frenesí de las algas y le dio la vuelta al cuerpo mientras su cabeza todavía almacenaba los datos iniciales. El torso colgaba del leño, las piernas derrumbadas en el barro, contorsionadas en una posición anormal.

En cuanto vio el rostro de la mujer, supo que era del otro lado. Embrujado, estudió las facciones aristocráticas de pómulos altos, nariz diminuta y piel sin defectos, no afectada por el sol. El barro que la manchaba, un moretón en la mandíbula y el arañazo de la sien no le quitaban belleza.  Cuando su mirada llegó a los labios agrietados, de color violáceo, recordó de repente que debía verificar los signos vitales. En la muñeca no sintió nada, pero en el cuello había un imperceptible movimiento. Sin querer, la esperanza se filtró en sus venas y empezó a respirar acelerado.

No tuvo tiempo de condenar la fatalidad que se reía con ganas de él. «¡Que se jodan!» Ella era una persona que necesitaba ayuda y le daba igual de dónde venía. Pensaría luego en cómo ayudarla y respetar al mismo tiempo las reglas.

Procuró quitarle el impermeable sin dañarla, pero la operación resultó más difícil de lo habitual. El material plastificado, la humedad y sus manos inseguras complicaron el proceso tanto que le entraron ganas de chillar. Al fin conseguido, tiró la prenda y empezó los movimientos de reanimación. Le apretó la nariz y presionó su boca sobre la de la mujer, prestándole aire caliente y empujándolo con fuerza. Repitió el proceso unas cuantas veces, luego paró para estimularle el torso cerca del corazón.

—Vamos, vamos —susurró, lanzando una serie de oraciones que no distinguían entre dioses.

Su mente corría buscando una idea salvadora. Una rodilla se le deslizó en el barro y se alejó un instante para equilibrarse, sin dejar de mirarla. Ella vestía un traje curioso, de una única pieza verde que se ceñía a cada curva. Tenía unas piernas interminables y la constitución de una de las modelos que exhibían las portadas de sus revistas preferidas.

Por alguna razón, aunque intentaba salvarle la vida, Celso se sentía como un violador. Algo profundo le decía que no tenía permiso para tocarla, bajo ninguna circunstancia.

—Lucha un poco, ¡joder! —pidió de nuevo, y se dio cuenta de que tenía la boca seca a pesar del riachuelo que mojaba su rostro. Los músculos se le tensaron, esperando el milagro que no llegaba.

Reanudó los tramites de ayuda, cada vez con más vigor, mientras continuaba estudiándola por curiosidad y en busca de heridas exteriores. Entonces reparó en que la chica llevaba guantes, calzaba botines hechos de una especie de piel delicada, y todas las prendas tenían el mismo color; de los pies a la cabeza vestía de verde.

Todo en su apariencia se veía delicado, hasta frágil, y Celso experimentó el síndrome de caballero de brillante armadura.

«¿Quién podría quedarse sin ayudar a un ángel caído del cielo?»

—Has llegado hasta aquí, no vas a morirte en mi turno. ¿Me entiendes? —dijo en voz alta, con tono de orden.

Conmovido, se percató de que había funcionado. La caja torácica de la mujer se convulsionó de sopetón, tomándolo por sorpresa. Ella tosió con violencia, expulsando agua por la boca y por la nariz a la vez. Celso se apresuró para elevarle el tronco. Mechones gruesos, oscuros, se le enredaron entre los dedos de la mano que le mantenía levantada la espalda. El pelo estaba mojado y pesaba, pero a la vez era fino como el pelaje de una gata.




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