AquÍ No Hay Amor (dual)

13

La noche acabó con cena en el salón delante de la televisión y una película casi sin ver por las preguntas de Ailyne. Sus heridas estaban casi curadas y a pesar del hecho de que el futuro era incierto, se encontraban animados y optimistas.

Nada preveía lo que iba a ocurrir.

Por la mañana unos golpes fuertes en la puerta de la entrada despertaron a Celso. Todavía mareado, se levantó del sofá y tiró a un lado la cortina de la ventanilla. Todos sus sentidos pitaron al ver la cara alterada de Darli a través del vidrio.

Miró hacia la habitación, preguntándose qué hacer. No tenía intención de abrirle a Darli, pero insistía tanto que acabaría por despertar a los muertos. Por otro lado, si le abría, Ailyne podía salir del cuarto y el encuentro entre ellas dos era algo que no deseaba ni en una pesadilla.

Los golpes sonaron otra vez y más fuertes, si eso era posible. Le daba la sensación de que Darli batía la madera con un martillo o eso entendía su cerebro medio dormido. Alzando una oración silenciosa a cualquier dios que le escuchase en ese momento, abrió la puerta lo necesario para asomar la cabeza.

—¿Quién ha muerto, Darli?

—De momento, nadie. Pero tú lo harás, y pronto —amenazó ella, empujándolo y entrando antes de que pudiera detenerla.

—¿Qué diablos te pasa? —vociferó Celso, sin moverse de al lado de la puerta.

Darli se detuvo con las manos en las caderas en medio del salón. Examinó con la mirada el sofá usado como cama, los restos de la cena de la noche anterior y las zapatillas que Ailyne había olvidado allí. Levantó una con el dedo meñique, balanceándola mientras fruncía el ceño.

—Has dicho que no tenías una «amiguita».

—Aunque la tuviera, no creo que sea asunto tuyo. Ahora explícame qué te da el poder de lanzarte a mi casa antes de la salida del sol —le pidió Celso, inhalando hondo para contener la furia.

—Hace tiempo que no sales de casa. Compras ropa de mujer y faltas al trabajo. Vank aparece en el barrio con el mismo humor que un tifón. He preguntado a todos nuestros conocidos, nadie sabe lo que tramas —comentó ella, sin impresionarse por su cólera—. La gente habla, pasan cosas extrañas y tú escondes algo —acabó con una sonrisa torcida y malvada.

—No tengo idea de qué hablas. Hago lo que me apetece. Ahora te pido amablemente que salgas antes de forzarte a hacerlo. Que salgas de mi casa y de mi vida. Para siempre —sentenció Celso, cogiéndola del codo.

—No lo creo —Darli se opuso—. No antes de conocer la verdad.

—¿La verdad sobre qué?

—Deberías mirar las noticias, Celso. Nuestra ciudad y Reborn colaboran después del accidente del barco. Resulta que todos los pasajeros, vivos o muertos, fueron identificados. Todos, menos uno. Una mujer.

Celso maldijo y procuró una vez más cambiar la trayectoria de Darli hacia la puerta de la entrada.

—No es asunto mío.

—Así que no escondes nada.

—En absoluto.

Con un moviendo rápido e imprevisto, Darli escapó de su mano e hizo los tres pasos largos necesarios para llegar hasta la puerta del dormitorio, abriéndola de golpe.

Ailyne tenía los ojos aterrorizados y una palma sobre la boca, como si acabara de detener un grito.

—Veamos qué tenemos aquí —comentó Darli, mordaz, observándola con la misma atención que dedicaría a un animal exótico.

—Vete. Ya —le ordenó Celso entre los dientes apretados.

Darli sonrió, haciendo caso omiso a su petición.

—No hace falta explicarme que es una reborner, cariño. Y por lo que tengo entendido, una muy importante en su ciudad. La recompensa que ofrece su padre es sencillamente impresionante, y en la nuestra vale su peso en oro. Lo que no entiendo es ¿por qué no la has pedido tú? ¿O no lo sabías?

El horror era fácil de leer en la cara de Ailyne. Celso la miró, esperando que conociera su posición al respeto.

—Lo que hago es asunto mío. Ahora que tu enfermiza curiosidad está satisfecha, ¿puedes hacerme el favor de salir de una puñetera vez de mi casa?

Ella infló los labios en un puchero, pegándose lánguidamente a su cuerpo.

—Dime que no es mejor que yo —susurró en su oído.

Celso repelió el contacto por la frialdad de su cuerpo, parecida a la de una reptil. Con dificultad, despegó sus manos y la giró hacia la salida, empujándola sin mucho cuidado.

—Adiós, Darli.

—Que tengan un buen día. —Ella se marchó aleteado los dedos por encima del hombro.

Algo en el modo cómo se despidió envió un escalofrío por la columna de Celso. Empujó la puerta de un golpe detrás de ella, la cerró con llave y estudió por unos instantes la calle.

—Vístete y ponte calzado cómodo —le dijo a Ailyne. Buscó en los cajones de la mesa hasta encontrar una mochila—. Pon dentro todo lo que pienses que necesitarás para unos días a la intemperie.

—¿Por qué? —preguntó ella, sin hacer ademán de escucharlo.




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