Forcejando entre sueños y realidad, Celso escuchó desde el salón el sonido de pasos que subían la escalera del pasillo, hasta que quedó claro que iban a parar delante de su puerta. En ese momento estaba levantado y preparado. Esperó pegado a la pared y agudizó los oídos. Se escuchó un crujido, luego dos golpecitos y otro crujido.
«La señal.»
Torció el gesto, pues no era buena señal, pero abrió la puerta. Bajo la luz grisácea de la madrugada que lograba filtrarse a través de los cristales sucios, el niño alto y delgado vestido con un conjunto blanco lleno de manchas se vio como un fantasma.
—Ya vienen —dijo susurrando.
Antes de que acabara la frase, Celso se había marchado para despertar a Ailyne. Dormía de espaldas, como un bebé, con una rodilla doblada y las manos abiertas a cada lado de su cara. La cabeza le había caído hacia un lado y el pelo estaba desparramado por la almohada.
A pesar de la urgencia con la cual tenían que irse, Celso se acercó lentamente, rozándole un pómulo con la yema del pulgar, y llamándola en voz baja.
—Ailyne…
Ella se movió, sonrió dormida y ajustó la posición de su mejilla hasta que encajó en su palma. Resistiendo al deseo de acariciarle los labios, Celso la llamó de nuevo.
—Cariño, tenemos que irnos. Ya.
Sus pestañas aletearon dos veces.
—¿Qué pasa? —murmuró, haciendo visibles esfuerzos para despejarse la mente.
—Nos han encontrado —le explicó Celso. Su voz sonó sin la preocupación que sentía. Tuvo cuidado de esconder la pistola bajo la cintura de los pantalones. La notaba fría pegada a su columna vertebral.
—¡Oh! —exclamó ella, mirando alrededor con inquietud—. Pues vamos. ¿Por qué te quedas así? ¿A dónde iremos? ¿Tenemos tiempo?
Celso salió del cuarto seguido por una Ailyne trastornada que no paraba de hacer preguntas.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó él al chico.
—Quizás un cuarto de hora. Mis amigos de la entrada me avisaron.
—¿Sabes cuántos son?
—Uh, Celso, mejor que te des prisa —rogó el niño—. Son muchos. Unos cinco coches. Y vienen bien preparados. Si no os vais ya, no habrá manera de escapar.
—Gracias, grandote —Celso le saludó como de igual a igual, sus manos intercambiando algo en el proceso.
Ailyne ya tenía la mochila en la espalda, y él agradeció en silencio su personalidad. Ayudaba saber que no era una llorona. Le brillaban los ojos, respiraba acelerada y no paraba de moverse. Estaba excitaba, pero era excitación de la buena.
—Ponte a cubierto, peque —gritó a su espaldas, esperando que el niño tuviera tiempo de esconderse antes de que llegaran los agentes. Seguro que lo haría, se tranquilizó. Los lugareños del barrio sabían desaparecer más rápido que el humo cuando hacía falta.
Bajaron las escaleras corriendo, sus pasos resonando en el silencio del alba. No temía molestar a los vecinos. En ese sitio la gente nacía con el código de peligro incluido en la sangre, y en situaciones como aquella lo normal era cerrar bien la puertas y cubrir las ventanas, no salir para ver qué era lo que pasaba.
Subieron al todoterreno justo en el momento en que en la lejanía chillaban las primeras sirenas de emergencia.
Hacia el oriente empezaban a aparecer los toques melocotón de la salida del sol y algunas aves sobrevolaban encima de sus cabezas como si pudieran husmear con anterioridad la esencia del fracaso.
«¡Ni hablar, chicas» —Celso sonrió con malicia—. Aquí no tendréis comida.»
Como si pudiera leerle los pensamientos, Ailyne le correspondió a la sonrisa e hizo el gesto de asentir con la cabeza.
—¿Hacia dónde vamos? —gritó ella para hacerse escuchar por encima del ruido del motor.
Acostumbrada ya al vehículo y esperando el arranque de la partida, sus manos aferraron con decisión el manillar de la puerta.
—Te llevaré a la montaña. El amanecer se ve precioso desde allí —bromeó Celso.
En pocos minutos regresaron al silencio. Dejaron de ver las luces detrás y escuchar las sirenas. Las calles estaban desiertas y Celso conducía a velocidad mortal sin miedo de atropellar a alguien. El laberinto de callejones les ayudaba a perderse, costaba averiguar la dirección después de cada cruce de caminos. Por el contrario, el permanente polvo se levantaba a sus espaldas, dejando una cola de partículas que dificultaban la respiración y eran una pista clara. Los edificios pasaban con la rapidez del rayo por delante de sus ojos, los colores de los tejados, ventanas oscurecidas y algún árbol superviviente se unían en líneas borrosas. Los rugidos del motor forzado al máximo cuando él cambiaba las marchas acompañaban el pulso de Ailyne.
Decir que se divertía no sería adecuado con aquella situación. Tenía acelerados los latidos del corazón, el vello de punta y un revuelo en el estómago. Pero se sentía viva.
«Quién sabe por cuánto tiempo más lo estarás», le dijo una voz y ella se estremeció, sabiendo que Celso tenía razón. Cambiaba. Lo sabía, lo sentía y no pensaba oponerse.
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Editado: 27.09.2020